Categoría: Crítica

De jaulas, ráfagas y silencios: viaje oblicuo a través de la narrativa de Carson McCullers

Aparecido en Quimera. Revista de Literatura («Crónicas del realismo sucio», septiembre de 2013) (i)   Pensar en Carson McCullers se parece a pensar en un extraño animal moribundo. Un animal caído en un claro, un ave de pobre plumaje y alas mustias. Aún respirando, voluntarioso, … Continúa leyendo De jaulas, ráfagas y silencios: viaje oblicuo a través de la narrativa de Carson McCullers

«Poesía como acontecimiento». Una reseña de «La mujer cíclica», por Agustín Calvo Galán, en Revista de Letras

» López Manrique ha recreado, en su segundo libro, su mundo poético genuino, lleno de las referencias que no sólo la identifican como persona y como creadora, sino que toman forma y se escriben en las fronteras que el lenguaje le permite investigar, fronteras que se pueden asimilar con las del propio cuerpo, frente a una concepción intelectual de la creación, como demiurgo y límite de todo lo conocido:

mi cuerpo es la razón,
la única razón
que me ocupa
y me basta

Como en la película Persona (1964), donde la presencia rotunda de los cuerpos permite a Ingmar Bergman reunir lo que permanece pero también el instante de tránsito de una existencia que cambia sucesivamente de un estado hacia otro; los poemas de La mujer cíclica se desarrollan como cuerpos, como seres vivos: tienen un inicio sobre el que van creciendo, tomando forma, endureciéndose, haciéndose en espiral como los ciclos de la vida. Pero, también se trazan desde la multiplicación del sujeto, en este caso López Manrique da forma a su ser femenino sin renunciar, por ello, a otras posibilidades, como la masculina o, incluso, a la neutra –que no asexuada–, en la que el creador decididamente no toma partido por ningún sexo. Así, el lenguaje poético ayuda a la autora a asumir, de forma no reduccionista sino compleja, diferentes identidades.»

Hacer click en la imagen para leer la reseña al completo

Fleur Jaeggy. Temblor de lenguaje.

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Ha sido una suerte poder participar en el libro Fleur Jaeggy. Temblor de lenguaje, que acaba de publicar la editorial Shangrila dentro de su colección Swann. Y digo que ha sido una suerte  por dos motivos muy simples: porque la escritura de Fleur Jaeggy me conquistó hace ya muchos años y porque es para mí una de las mejores narradoras (vivas) que conozco. Cuando leí Los hermosos años del castigo, a mis dieciocho, nunca pensé que nada de lo que yo escribiera podría llegar de ningún modo a Fleur. Y con este libro, nos hemos (me he) acercado a ella. Desde hoy, el título -y pequeño tesoro de los piratas para quienes amamos a esta autora- está disponible en librerías y en la web de Shangrila Ediciones ( http://shangrilaediciones.com/).

Fleur Jaeggy
Temblor de lenguaje

VV.AA.

«La literatura de Fleur Jaeggy toca y penetra hasta lo más profundo. Al escribir, va más allá de la literatura. Su frialdad produce un profundo calor. Efecto extraordinario de Fleur Jaeggy: que el calor fluya de los témpanos. Y duela.»

TEXTOS
Nacho Cagiga
Alba Ceres Rodrigo
Mariano Cruz García
Ana Hidalgo
Laia López Manrique
Mariel Manrique
Olvido Marvao
Alberto Ruiz de Samaniego
Nuria Ruiz de Viñaspre
Faustino Sánchez
María Pilar Soria Millán

COLLAGES
Alicia Castilla Márquez

 

https://vimeo.com/90443116

 

Adrienne Rich (1929-2012): El sueño de un lenguaje común

A poem can begin with a lie. 
And be torn up.
Adrienne Rich, Cartographies of silence.

Hoy, miércoles 28 de marzo de 2012, he sabido que ha muerto Adrienne Rich a los 82 años. Ha muerto. Adrienne Rich fue una poeta. Adrienne Rich fue una ensayista. Adrienne Rich fue una feminista. Una lesbiana. Una madre.

Leí a Adrienne Rich cuando era muy joven. La leí, la releí, me ovillé en sus poemas. Hice de ella un puerto. Una voz fijada y reunida en la memoria, lejana, como un eco. No he vuelto a leerla hasta el momento de escribir este artículo. Porque Adrienne Rich era o fue también mi madre, mi abuela. Una de mis muchas semejantes. Ahora cojo sus libros de poemas y los siento  como un pan digerido y desnudo, una voz que se reconoce al cabo de los años apenas por la vibración de una sílaba final en la esquina de una calle.

Adrienne Rich propuso el espacio de la poesía como una exploración (política). La exploración (política) de la identidad femenina, de la identidad de los humillados.  En un momento en que la poesía solo parece querer ser política en un sentido hueco, epitelial, puramente altavocero y cacofónico, deberíamos leer ese enraizamiento íntimo de la voz de Adrienne Rich, que intersecta siempre con el sufrimiento histórico de las mujeres, con el silencio del amor lésbico, con la construcción de su imaginario y la reinvención de su falta de referentes.

Escribir: explorar, atender. Cada vez más cerca de la herida. Cada vez más cerca. ¿Puede ser de otro modo? ¿Debe ser de otro modo? La vacuidad de los gestos, de los grandes aspavientos de la poesía fría, huidiza. Ahí no estaba Adrienne. Ahí ella no cantaba su herrumbre. Adrienne Rich interrogaba sobre el espacio del llamado lenguaje común, sobre las fallas donde éste se asienta. ¿Qué es el lenguaje común, decía Adrienne? Y respondía: el lenguaje común es un sueño. No hay lenguaje común sin dolor, sin sometimiento y sin ruptura. El lenguaje común, el que nos dicen que hablamos o debemos hablar todos por igual, es ordenamiento y médula que nos agarrota. La necesidad de hablar un lenguaje común es imponer veladamente el ocultamiento y la muerte. Pero ese sueño se traduce en norma, más o menos confesa, y la tarea de la poesía, pensaba Adrienne, es desmontarla.

El poema de Adrienne nació, entonces, de la ira. Porque siempre hubo vencedores y hubo vencidos. Hubo, sobre todo y en los márgenes, vencidas. El poema rescata las hebras que quedan de la batalla, concentra y recluye, habla un lenguaje conversacional y translúcido. Dialoga con el asombro de la violencia, que nunca puede dejar de chocarnos. Vemos a través del poema los indicios de que existió una guerra, como cuando miramos a través de un vidrio que no acaba de ser del todo transparente. En el poema de Rich caen los fragmentos de la realidad rota que viven las mujeres, las que han sido arrancadas de la historia. Porque Adrienne rescató o quiso rescatar a las heroínas. Hizo que hablaran a través del poema, con el dolor de quien sabe que no son ellas verdaderamente quienes hablan, sino la mediación carente de una voz otra que las nombra.

Me pregunto ahora por qué hablo de Adrienne Rich. Por qué hablar, entonces, y una vez más, de una poeta, y me respondo: porque solo creo fecunda la poesía que investiga en el lenguaje, en su impureza. Porque tal vez solo sé revolver aquello que se hunde con fuerza en mi propia lengua impura. Porque alguna vez yo hablé o hablo su franja de tierra empobrecida, porque alguna vez yo dije o digo con su misma furia: lenguaje, mundo, realidad, silencio. Esas categorías planas, niveladas a una misma altura. El poema se pregunta si es posible hallar otro lenguaje, otro cuerpo que se acerque mediante la distancia, pero fuera de la praxis que lo intenta no hay respuesta. La belleza del poema es en parte consecuencia del rastreo del dolor-sedimento que lleva siempre aparejado.

Hacer una poesía que hable con el dolor, que hable de él en su reapropiación y que mire también hacia los otros: eso hacía Adrienne Rich. Escribía poemas que eran cirugía y erupción. Pero poemas que también construían ese habitáculo, siempre provisional, de aquellas criaturas decisivamente escindidas, las que no aparecen ni aparecerán todavía en el «libro de los mitos». Adrienne Rich fue una Sexton de verso prolijo, y podríamos leer a Sharon Olds como a una niña que bebe crucialmente de su rabia. De ese modo las mujeres se anillan y hacen madriguera, hueco, con sus voces. De ese modo la poesía escrita por mujeres en ocasiones se cruza y brota de un similar chasquido. Brasas que crujen. Porque la experiencia de las mujeres, de su radical otredad, en la que se abisma y construye aliento su poesía, es en parte una experiencia de la desposesión. La poesía escrita por mujeres es a veces una casa donde los hilos divergen, pero donde, a la vez, se atrapan peces. Adrienne Rich es una carpa, una mujer sedienta y prominente, una fuente de la que surgen aguas en las que podemos girar y alimentarnos. Adrienne quiso buscar el lenguaje retorcido en la curva, el lenguaje con el que hablar también de lo que hace el silencio. Es precisamente aquello que podemos leer en las historias de la literatura: Safo vista como fuente de la lírica occidental y Safo mutilada; el monstruo bífido del canon patriarcal que reconoce y premia a una poeta como origen y desdice después su lengua, abandona su trama, el continuum (por utilizar una expresión que a Rich le hubiera gustado) de su decir.

La tarea de la poeta fue hacer una arqueología de esa separación, de la obra calcinante de ese monstruo. Porque el lenguaje es poder y el poder nos forma, nos hace ser quienes somos y el poema, como dice en los versos que he elegido como epígrafe de este artículo, puede estar fundado en una mentira. La poeta que fue Adrienne Rich solo poseía “el polvo” y sin embargo hizo de esa posesión precaria una tarea de amparo. Y amparar, hacer una casa, ser en nosotros casa o bastidor, aunque sea solo a través del polvo reunido y acumulado a los pies y en las manos, es lo que hacen a menudo las voces de los poetas. O al menos de aquellos poetas que, como Adrienne, no escriben para ennoblecer y ornamentar la lengua, sino para hacernos ver sus fronteras venenosas y el callado, callado daño que contienen.

Texto aparecido en la revista Shangrila/ Derivas y ficciones aparte, sección coordinada por Mariel Manrique y Hernán Maturet.

Otras voces, otros ámbitos: nace la Revista Kokoro

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Algunos proyectos surgen casi por azar. Aparecen en una conversación simple, en lo que en ella se fragua: el deseo de dar cabida a lo raro, a lo mezclado, a lo abrupto y a lo heterogéneo. La necesidad de dar salida a las voces que han perdido o no hallan nunca el espacio. Y, sobre todo, de construir un embudo para hablar, hablar infinitamente y para leer, también, con el cuerpo y con las manos.

Así surgió, creo, embrionaria y cabizbaja, hace unos meses, en una charla de bar con Lola Nieto y Antonio Rodríguez, la idea de la Revista Kokoro, que hoy ha visto al fin la luz (esa luz que queda, ya sobrante, hacia las nueve de la noche). Han sido semanas de trabajo intenso de edición y varios meses de escritura de las 18 personas que han participado en el primer número. Un número dedicado a la lentitud, abordada desde todos los ángulos, con un lugar abierto o barra libre que suma al monográfico un cauce de poemas.

Aquí dejamos el poso (http://revistakokoro.com/), esperando reencontrarnos dentro de cuatro meses.

Disfrutadla.

Kokoro es un ovillo pequeño, caliente y mamífero. Es descansar de la intemperie y sentirse a resguardo, un poco fuera del mundo, un poco hibernado, un poco creciendo, hacia adentro.

Kokoro es mente y corazón y es lo intraducible mismo. Es la lengua que grita y denuncia los muertos vivientes en cada esquina, la banalidad del poder cotidiano, la deliberada insurrección de los cuerpos.

Kokoro es el leve tallo en el que injertar el asombro ante el mundo.

Por eso Kokoro acoge las lenguas huérfanas, abre el espacio para lo híbrido, lo mezclado, lo impuro, lo no catalogable por las taxonomías profilácticas trazadas por la lengua de poder.

 Lengua pequeña y caída, lo que mengua: Kokoro, en su latido de corazón-mente, en su delicadeza de sueño mamífero y calentito, también es eso, también quiere devenir eso: Kokoro es querer adelgazar la atención y penetrar en las mínimas fisuras de los discursos, de la carne-palabra y su sombra, de la intensidad cromática del mundo.

Es el deseo que no cesa, eros de la lengua menuda, alegría en la punta de los dedos.

 Kokoro es, también, una forma de despertar y decir: no nos rendimos, somos pequeños,

somos pocos, pero cantamos

vivimos aquí

REVISTA KOKORO

Dirección y edición:

Laia López Manrique

(laialopez@revistakokoro.com)

Consejo de redacción:

Antonio Francisco Rodríguez Esteban

(antoniorodriguez@revistakokoro.com)

Lola Nieto

(lolanieto@revistakokoro.com)

Ilustración:

Alejandra Manzano (logotipo)

Alba Brito Beaujon

Colaboradores:

Ruth Llana

Enrique Morales

Óscar Curieses

Ana Hidalgo

Carlos Fernández López

Marcos Eymar

Yaiza Martínez

Pepe Maiques

Òscar Solsona

Álex Chico

Juan Vico

Daniela Camacho

Mariel Manrique

Sara Torres

Anabel Cristóbal

Cansado de luz: notas de lectura sobre la poesía de Robert Walser

NOTA CERO, O EL MARGEN DE LA LECTURA

Estoy buscando una forma de hablar de Robert Walser.

¿Hablar de otro será temblar o buscar el modo de entrar en la continuidad de su visión?

Estoy buscando una forma, porque se ha hablado y se habla mucho de Robert Walser. Del Robert Walser narrador. Del Robert Walser leído por Kafka, por Benjamin, por Elias Canetti. Del Robert Walser-Bartleby, leído por Vila-Matas.

Se ha hablado y se habla de su vagabundeo. De su locura. De su muerte. Conocemos el nombre de Herisau por Robert Walser. La mitología del manicomio como espacio de retiro se debe, en parte, a Walser.

Robert Walser es una cadena de lecturas, un empedrado. Esa voz menuda, apegada y separada de las cosas por medio de una ironía que duele, genera en los lectores un acercamiento sincero, un vínculo de unión. Hay que amar a Walser por esa voz ingenua, por la modestia que se desprende de sus páginas, por su parca embriaguez.

Leí por primera vez a Walser a los dieciocho años. Curiosamente, a la primera región de su obra a la que accedí fue a la más ignorada: su poesía. Tan mínima y casi un continente, un páramo anonadado donde estrellas, noche, nieve, lámparas, límites, se parecen a pequeñas figuritas adheridas a los versos con un alfiler.

En Robert Walser vi la escasez. El hombre que se nutre y carece. Alguien que parpadea y dimensiona. Todos esos gestos corrientes, poco magnánimos, de lo vivo.

Hay que ser muy fuerte (como lo fue Walser, o al menos el Walser al que leo recortado en un paisaje) para hablar del soplo débil, para vertebrar un rumor sin perder el sosiego, la lentitud. La música.

NOTA PRIMERA: LA RISA PARADÓJICA

¿Qué son los poemas de Robert Walser? Son esquelas breves, invernales, de líneas simples, entre las cuales se filtran motivos, lugares, imágenes. Los temas de su poesía son pocos y casi se podría decir que tópicos: el dolor, la angustia, la soledad, el miedo.

Sin embargo, esos temas están tratados de un modo raro. No hay la virulencia del estallido. La contienda no existe. No hay más que paz, esa calma de la voz que acepta lo horrible no como un resto, sino como algo propio. Walser nombra el dolor con una serena tibieza.

Porque el poeta ríe. Los poetas de Walser ríen siempre o alguien se ríe por ellos, de ellos. Esa risa, lo más ajeno, lo más íntimo, crea el marco de algunas de las escenas anímicas que dibuja. Además de en los poemas, en algunos de los textos en prosa que componen el libro Vida de poeta anidan también estos personajes solitarios, vacilantes, que han quedado atrapados en el espacio inconstante de la fantasía. Sobre ellos resuena a veces una carcajada (la del narrador o, quizás, la de las cosas), o ríen tristemente.

No obstante, en el poema Engaño, esa risa triste reconoce su condición mudable y se revela como llanto:

Con las manos cansadas,
con las piernas cansadas,
a tientas por el mundo,
me río de que giren
las paredes, mas miento,
porque estoy llorando.

Este poema cortísimo, perfecto, es casi el augurio de lo que algunos llaman locura y no es más que la constatación de una quiebra. Es en él donde, de modo más acusado que en otros textos de Walser, la risa asoma en su mentira, en su lado más espantoso. Las paredes giran en torno a ese mundo recluso. Quien dice reír miente.

NOTA SEGUNDA: EL POETA EN LA VENTANA

Me pregunto si el lugar de la poesía será el encierro.

De qué modo una habitación cerrada, una pared siempre igual a sí misma (la pared quieta o la pared giratoria de Walser), una ventana, esa barrera a través de la cual la transparencia y el orden fingen su proximidad, crean las condiciones para la escritura.

Pienso en el caso de Emily Dickinson. No tanto en el caso fáctico (el hecho de haber vivido siempre en Amherst ), sino más bien en la orientación de la mirada en sus poemas, que responde al encierro. Lo que en ellos se oculta y es cedido en las palabras. Robert Walser, contrariamente a Dickinson, no vivió toda su vida en la misma casa, fue ante todo un paseante, y sin embargo hay algún punto de comunión entre ellos. En la forma de proyectar las imágenes, tendidas y quietas, claras, rebosantes. En esa fabulación que comprime y después entrega un mundo.

Una vez más, me remito a una de las prosas cortas de Walser. En ella, un poeta pobre decide aprisionar dentro de sí todos los cuerpos externos, comenzando por la pared de su cuarto, la ventana y sus vistas, y acabando con todos los paisajes, que visita con la finalidad de atraparlos. Lo hace con el objeto de librarse de su poder. Para evitar su traición, el poeta dice tenerlos todos guardados en su cabeza. De esa manera, integrándolos dentro de sí, separándose de ellos, solo su imaginación poetizará.

El poeta de Walser, el yo que habla en los poemas, hace de la separación su radio, el ángulo de su observación. En el cuarto es donde acontece el instante de recogimiento. En la ventana está el umbral de intercambio con el afuera.

¿Y qué ve el poeta a través de la ventana? ¿O, dicho de otra manera, detrás de la ventana, quién ve al poeta? En este aspecto, Walser otorga a las cosas un movimiento intencional. Los elementos naturales miran también al poeta. En el poema En la oficina, el criado que habla es doblemente vigilado: por la luna (más allá de la ventana) y por su patrón (dentro de la oficina). La doble vigilancia solo genera en él una reacción: “me he vuelto comedido”, afirma. Esa prudencia, creo, se asemeja a la misma lengua de Walser, a su tímida habilidad para el nombre.

NOTA TERCERA: CANSADO DE LUZ

Pensar en la nieve en referencia a Walser es pensar en su muerte. Y sin embargo hay algo más, porque la noche y la nieve (y no la luz y el agua) presiden el mundo poético- también el mundo vital- del escritor.

La noche o lo oscuro: el espacio de lo imaginario, la oración, el poema. Donde notas desconocidas confunden entre el silencio. Donde crecen la herida y el descanso.

La nieve: lo que huye. Lo que se concentra.

En el poema titulado Opresiva luz, leo:

Cansado de luz, el cielo
la entregó toda a la nieve.

No solo son versos hermosos. En ellos se abraza también otra cosa. Walser habla de una donación fundamental.

El cielo entrega la luz a la nieve.
La nieve bebe la luz.
La nieve es luz, una identidad voluble.
La blancura de la nieve. Su escasa pregnancia. Su capacidad de acoger.
La nieve cubre y deshace.
Se ablanda la tierra. Se amolda a ella.
La nieve es la inmensidad bajo los pies, sobre el rostro.
¿De qué modo se produce ese extraño contacto?

Y en la nieve, Walser saldrá de sí y desembocará, seguramente sonriendo. Entrar en la nieve, como entró Walser, es entrar en lo inmenso que cae: medida, lejanía, transformación.

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Poemas Blancanieves, Robert Walser. Traducción de Carlos Ortega. Barcelona, Icaria, 1997. Páginas 112. ISBN: 8474263336.
Vida de poeta, Robert Walser. Traducción de Juan José del Solar, Madrid, Alfaguara, 2003. Páginas 296. ISBN: 8420425893.

Leer el artículo en la revista Calidoscopio: http://www.panfletocalidoscopio.com/2011/04_Julio/Letras03.html

Mujeres en tiempos de oscuridad, III: Unica Zürn o el trazado infinito

Notas sobre El hombre jazmín. Impresiones de una enfermedad mental. (Madrid, Siruela, 2004)

(I)

Hay autores a los que no leemos sin experimentar una profunda conmoción. Que, al leerlos, sentimos que también, de algún modo, nos escriben. Que en el mismo filo del cuchillo con que apuntalan su piel está la nuestra, dispuesta a ser atravesada.

Tal vez sea esa experiencia (a la que podríamos llamar vértigo, ante la incapacidad de encontrar otro nombre para designarla: aquí, con independencia de su validez, el mito del reconocimiento ya no sirve) la que da un sentido y un alcance nuevo al acto de la lectura. Una experiencia que nos reúne con la horizontalidad de la noche, con el otro orden que es el que Freud decía que existe en el texto de los sueños. Es esa clase de lectura la que consiente en la transformación necesaria que pasa por abrir canales, allí donde amenaza con cortarse el pulso. Donde asoma, espléndida en su carnal llamamiento, la fascinación.

Leer El hombre jazmín de Unica Zürn (Berlín, 1916-París, 1970) es crudo y difícil. Se parece a mutilarse y palpar la sangre en el espacio vacío de la herida. ¿Qué había allí antes de herirme? Había presencia. Después de Unica, quedan las sensaciones hechas de palabras contractas y la certeza de que esas palabras podrían no existir, de que no son más que la expresión de nuestra incapacidad para esparcirnos, para ilimitarnos. Las palabras como corpúsculos que atrapan lo que las cosas no son, porque las cosas, de suyo y en la mente o distrofia que a menudo las cruza, no están separadas. Están en contacto unas con otras; hierven juntas en la cinta que las arrastra.

En Unica Zürn todo es parataxis, todo se suma. Las ideas se montan, se conducen entre sí en una cadena incontable, con dolorosa naturalidad. No hay subordinación entre ellas, hay pura correspondencia: esto significa esto otro. Las palabras y las cosas son índices que apuntan hacia un mismo lugar: el yo henchido y lacerado de quien narra. En esa línea está inscrita la propia historia de Unica, la que cuenta en El hombre jazmín: la historia de su deriva, de sus sucesivas crisis esquizofrénicas y sus internamientos.

(II)

¿Quién es el hombre jazmín? Es la presencia brumosa que controla los pensamientos de Unica, aquel a quien ella se enlaza fielmente desde la infancia. El hombre jazmín es la voz que le habla, dirige sus actos, le conmina a interpretar las cosas de diversa manera. A veces, el hombre jazmín cristaliza en hombres concretos con los que ella se va encontrando: el artista Hans Bellmer, el poeta Henri Michaux, dos figuras clave en su vida personal y artística. Unica lo imagina como un gigante de tres metros de estatura y ojos azules. Es paralítico, como lo será Bellmer cuando contemple estupefacto el suicidio de Unica en su casa de París.

El hombre jazmín es también la expresión de un deseo: el de escapar de la prosa de la realidad , de su agua insuficiente. Recoge la frustración de la niña que, a los seis años, tiene un sueño magnífico en el cual era capaz de atravesar un espejo, como quien abre una puerta, y descubre al despertar, para su horror, que detrás del espejo no hay nada. El hombre jazmín se presenta, entonces, como “infinito consuelo”. Salva a la niña de esa desproporción entre sueño y realidad a través del don de la locura. También la salva del juicio ajeno, del daño que inflingen los otros, encapsulándola. “Si está loca, le será posible divertirse sola. Las ideas más hermosas e inconcebibles empiezan a florecer como el jazmín”, dice. El hombre jazmín es, entonces, germinación, generación, vida. También es un principio de pasividad, de lo que crece a través de ella. A lo que ella se encuentra indefectiblemente sometida y de lo que, sin embargo, está a su vez enamorada.

La locura dará, pues, también a Unica las herramientas de su poesía, de su obra: la alucinación y la búsqueda del significado infinito. De hecho, el relato de El hombre jazmín puede ser leído como la restauración de una identidad a través de una larga sucesión de alucinaciones y su contrapunto imperfecto, la otra (indeseada) realidad. Para Unica, la alucinación es belleza. El dolor está en la respuesta del mundo, incapaz de amoldarse a esa experiencia. Bajar al mundo después del delirio constituye el más absoluto desengaño. Y, con el tiempo, este desengaño comenzará a ser más y más pesado, hasta ocupar un lugar demasiado grande.

(III)

El manicomio es el lugar donde los síntomas de vida son limados, reducidos al máximo aplanamiento. Según la célebre formulación de Leopoldo María Panero en una entrevista, «el loco que entra en el manicomio hablando de la virgen sale de ahí no diciendo absolutamente nada”.

Durante su estancia en Wittenau, el primer psiquiátrico donde es ingresada por voluntad propia tras una detención de la policía, Unica Zürn descubre, al observar a las demás pacientes, el valor de la experiencia compartida de la locura. Con esto cae la fascinación, tras la envoltura que hay más allá, que son los otros: “las ideas de los locos”, sostendrá decepcionada, “se parecen todas”. A través del choque con este hecho se desata para Unica el proceso de desencantamiento: se da cuenta de la indisociabilidad entre la respuesta del mundo y su enorme, sobredimensionada, espera: “¿Qué ha esperado ella toda su vida con tanto afán?¿Qué ha esperado?”. Escribe: “La libération de l’esperance est la libération totale». Y llega la apatía, el infierno de la ausencia de deseos. El horror y la compasión, la tristeza al ver a las demás mujeres, cada una de ellas encerrada en sí misma. No le permiten salir de Wittenau, cuando se siente ya preparada para volver a vivir, para volver a escribir y dibujar, e intenta suicidarse cortándose con el trozo de una botella rota. No lo logra. Sin embargo, a partir de ese momento, percibe la que será la ley de su enfermedad: el ascenso y el descenso, la euforia y la depresión, una montaña rusa en movimiento constante. El medicamento gana la batalla a la alucinación y la deja exhausta, paralizada. La detiene.


(IV)

En Unica Zürn se da un curioso y significativo desplazamiento: ella sitúa la función rectora no en la mente sino en el plexo solar, la parte del cuerpo localizada entre el ombligo y el corazón, que actúa como centro de las emociones. Es la zona que se activa cuando se encuentra ante algo que la altera o la excita, cuando le ocurre o intuye la llegada de algo importante: “Su plexo solar empezó a caldearse y a lucir cuando ella conoció determinada música, literatura, personas, objetos de arte, todo aquello que es necesario para construirse el reino interior a lo largo de su vida». Y precisamente en la última alucinación con que la obsequia el hombre jazmín antes de desaparecer para siempre, ella, transformada en un escorpión, se da muerte clavando su propio aguijón sobre el plexo solar. De esta manera, Unica deviene huérfana. Cree que nunca más volverá a percibir la vibración de la vida, las respuestas que se esconden en ese ángulo de su cuerpo. Que, en definitiva, dejará de sentir.

(V)

Unica Zürn no pide palabras. Pide el dibujo infinito, la trama que nunca termina. Lo dice en El hombre jazmín: “yo deseaba seguir dibujando más allá de los límites del papel, hasta el infinito…” No hay saciedad para un deseo tan grande. No queda espacio, ni aire respirable.

Ese deseo expresa, en parte, la seducción de la locura. Es el mismo deseo que describe Robert Walser cuando habla de Hölderlin en uno de los textos que componen el libro Vida de poeta: la tentación de la libertad total, de radical soledad que se convierte en amenaza cuando escapa a la voluntad del individuo, la sobrepasa. Y encuentra siempre el obstáculo del desequilibrio, la separación que la vida impone y la mirada de los otros condensa.

Las palabras son un nudo precario. Antonin Artaud, otro artista que sufrió el azote del encierro psiquiátrico, sostuvo que “no ha quedado demostrado, ni mucho menos, que el lenguaje de las palabras sea el mejor posible». Unica percibe que solo en su reverso late algo remotamente parecido a una verdad: la sugerencia. Lo que de hecho las palabras no dicen, a lo que apenas apuntan o tal vez vaticinan. Eso es el anagrama, la construcción que se halla oculta detrás de una frase, de un verso cualquiera. La concesión de la forma, que es la capacidad humana para destruirla y reordenarla.

Unica descubre, tanto en su poesía anagramática como en sus extraños y rizomáticos dibujos, las otras formas que habitan detrás de la forma. Las transfigura. Las busca incansablemente, hasta el agotamiento. La permutación como juego muestra la capacidad de modificar, de crear, arrastrando todo aquello que Unica esculpe a través del lenguaje. En ese esfuerzo sin límite no hay, una vez más, asomo de mesura. Por eso es arriesgado. Ella misma percibe, en su entrega al acto de la creación, en esa búsqueda voraz, el peligro. Y, sin embargo, en la obra está también la posibilidad de franquear la puerta que conduce a otro sitio. “Tener sueños, sin la facultad de plasmarlos en una obra”, es la limitación que impone la feminidad, de la cual Unica es consciente, y, cabe recordarlo, es también la marca que Michel Foucault atribuía a la locura, a la que distinguía como “ausencia de obra”, es decir, la imposibilidad del sujeto de autoproducirse en algo externo. Y esto se da, principalmente, a causa de la negación a aceptar la produccion del loco como obra, porque, en la actual construcción social, la locura es la frontera que define lo que es y no es la cultura. La locura así no deja de ser entendida como periferia de la razón, como privación o exceso, pero, en cualquier caso, como alteridad. Esto al margen de que el loco cree o no una obra, pues si su obra se integra en la órbita cultural ya no es considerada como tal, sino más bien como la “obra del loco”. Ahí reside el estigma y la barrera que niega, no ya la inclusión, sino el replanteamiento de qué sea la locura y la posición desde la cual se define y se trata.

(VI)

Cuando se plantea escribir la historia de su enfermedad, Unica Zürn advierte el zumbido que insinúa una posible recaída. Intuye que esa escritura significa dejar de tomar contacto con el mundo, aislarse de nuevo para descender después de la euforia hacia el medicamento, los cuartos grises, cerrados, la compañía de enfermeras y psiquiatras. Es la espiral en la que entró desde su primera reclusión en Wittenau, después en Sante Anne, después en Le Fond: espiral de desposesión y desencanto, que va reiteradamente de la ingravidez al peso insoportable. Y, sin embargo, se empeña en escribir el manuscrito, lo hace, lo termina. De ahí brota El hombre jazmín, esa peculiar inmersión textual en el delirio, en la fuente oscura y luminosa de una mente extraordinaria.

Como el escorpión que se hiere a sí mismo, como la inversión y equivalencia de la figura del 6 y el 9 en la que tanto insiste Unica (el 6 es el número de la muerte, el 9 el de la vida), asistimos en el El hombre jazmín al despliegue de una subjetividad que se busca en la curva, en el borde, en el mayor peligro. Circularidad, yuxtaposición y presagio son los índices que, en el relato, actúan como marcas de la nula linealidad del pensamiento, de la nula linealidad de la propia existencia. El hombre jazmín no es solo texto, es un lugar donde todo es retorno, donde el yo de Unica Zürn se desliza para encontrarse en el propio (espinoso) camino de la escritura, y que se cierra con una última pregunta, seguramente sin respuesta: “¿es esto una salvación?”.

Leer el artículo en Calidoscopio ( número de febrero-marzo de 2011)