Categoría: Crítica

La Venus de las pieles, de Leopold von Sacher-Masoch (Revista Kafka)

Por Laia López Manrique

Leopold von Sacher Masoch: La Venus de las pieles y otros relatos, traducción de Rafael Fernández Arias, Madrid, Valdemar, 2010.

El austríaco Leopold von Sacher-Masoch (1836-1895), personaje de vida sórdida y apasionante a la vez y escritor famoso en su época, ha pasado a la historia fundamentalmente como autor de la novela La Venus de las pieles, que la moderna sexología, con Kraft-Ebing a la cabeza, tomó como cimiento de la definición de la conducta sexual llamada “masoquismo”: aquella por la cual la satisfacción del sujeto va ligada a la sensación de dolor, castigo o humillación. El resto de su obra ha sido olvidada a favor de la celebridad de su apellido, tan connotado y popularizado a posteriori. Pero, ¿quién fue realmente Leopold von Sacher-Masoch? ¿Un autor menor? ¿Un pornógrafo? ¿Un antimoderno? ¿Un pesimista? ¿Un libertino? ¿Un inspirador e instigador de perversiones?

Dejando de lado algunas tenazas críticas y otros prejuicios, se puede decir que Leopold von Sacher-Masoch fue alguien que condujo la estela de su obra en un único sentido: el de mostrar el alcance y la coexistencia de lo que Baudelaire llamó las “dos postulaciones simultáneas” del hombre: la voluntad de elevación o el perfeccionamiento espiritual (el ideal) y el impulso humano hacia la degradación, el camino hacia el barro que pasa por la “alegría de descender”. Buena muestra de ello son dos de las novelas que integran su ciclo inacabado El legado de Caín: El amor de Platón y la ya mencionada Venus de las pieles, de la que se ocupa este artículo. Ambos son relatos de iniciación amorosa que operan en direcciones opuestas y acaban coagulando en un paisaje igualmente devastado. En la primera, a través de la forma espitolar, accedemos a la historia del conde Henryk, quien se afana en buscar un amor depurado que excluya el contacto carnal, según lo expuesto por Sócrates en el Banquete platónico; en la segunda, el aristócrata Severin von Kusiemski, al entablar relación con Wanda von Dunajev, logra dar rienda suelta a su más íntima fantasía: la de transformarse en el esclavo de una mujer y ser vejado y azotado por ella.

¿Por qué La Venus de las pieles? ¿De dónde procede este curioso nombre que da título a la novela y entidad al personaje de Wanda von Dunajev? Responde a una hibridación entre la figura clásica de Venus, la cálida diosa pagana del amor y la sexualidad, y el escenario frío de la Galitzia polaca. En ese espacio, Venus ha de cubrirse de pieles si no quiere sucumbir al clima intemperado de la región. Las pieles son, además, un aderezo simbólico que en el libro de Sacher-Masoch adquiere un significado ritual, y otorgan poder a quien las viste. Forman parte de manera necesaria, junto con el látigo, del disfraz ceremonial de Wanda, y la convierten en el personaje de ama ante su esclavo.

La misma diosa del amor se aparece en sueños a un amigo de Severin, el primer narrador del relato, en las páginas introductorias de la novela, y hace la siguiente consideración: “y no obstante, ese eterno e intenso anhelo, eternamente insatisfecho, por las desnudeces del paganismo (…), pero aquel amor que es la máxima alegría, la divina claridad en persona, no sirve para vosotros, los modernos, para vosotros, hijos de la reflexión. Os sienta mal. En cuanto queréis ser naturales, os volvéis groseros. La naturaleza os parece algo hostil; de nosotros, los risueños dioses de Grecia, habéis hecho demonios; de mí, una diablesa”.

Se podría tomar esta frase como pequeña clave interpretativa del texto de Sacher-Masoch. En efecto, en ella se condensan algunos de los temas a los que la se dará voz y cuerpo narrativo en la trama: el anhelo insatisfecho del personaje de Severin, la teatralización artificiosa de las relaciones de poder entre los sexos, contrapuesta a la visión “natural” del amor a la que Venus alude en el discurso, o la demonización-divinización de la figura femenina. Veamos para ello más de cerca el argumento de la novela: Severin von Kusiemski entra en contacto con Wanda von Dunajev durante su estancia en un balneario de los Cárpatos. Se hacen amantes y él ve en su relación la posibilidad de materializar sus deseos de convertirse en el esclavo de una mujer que, armada con un látigo, le humille y le torture hasta lo indecible. Wanda, tras algunas reticencias, acepta entrar en el juego que Severin le propone y firman un contrato por el cual se comprometen a adoptar los roles de ama y esclavo. En el papel de esclavo, el noble Severin cambiará su nombre por el de Gregor y será reducido a su animalidad esencial (él mismo se comparará en diversas ocasiones, complacido, con un perro), quedando a merced de su ama incluso el derecho sobre su vida y su muerte.

Wanda y Severin se marchan a Italia para cumplir allí las condiciones del contrato, esto es, de su propia relación. Ella alquila una mansión señorial a las afueras de Florencia y residen allí, acompañados de unas criadas. Durante este tiempo todo margen preparatorio es dado por concluido y pasamos a adentrarnos en la verdadera textura de la crueldad. Wanda disfruta de una vida social agitada y elegante mientras trata a Severin-Gregor con el desprecio propio de una dueña y le ata y castiga, llegando a encerrarle en el más puro aislamiento de unas mazmorras durante un tiempo indeterminado. Él encuentra un mayor placer  a mayor violencia profesada contra su cuerpo y su persona, y todo adquiere unas dimensiones excesivas, aunque previstas. Severin desea la infidelidad de Wanda como consagración de su propio ultraje y ella hace entrar en escena a un joven pintor que les retrata y participa también de sus juegos. Pero por este lado no se produce la infidelidad. Ésta solo se consuma cuando Wanda conoce al Griego, un hombre poderoso que hace temer a Severin por primera vez de manera acuciante por la pérdida de su amada. Siente celos y deseos de romper el contrato, pues ella misma declara que el Griego es un hombre por el cual le gustaría dejarse dominar. Wanda hace amagos de liberarle, pero Severin, al borde del suicidio, insiste en su desesperada dependencia y acuerdan abandonar juntos Italia. En la escena del engaño último, el mismo Griego (al que se asimila al dios Apolo) maltrata y domina a Severin con el látigo, bajo la despiadada risa de Wanda. Severin es abandonado a su suerte en Florencia, y tras la catástrofe decide regresar a su país. Al cabo de un tiempo recibe una carta de Wanda donde ésta le comunica lo que ha sido de su vida y le confiesa que se entregó a las inclinaciones enfermizas  de Severin a fin de “curarle” de ellas, cosa que, finalmente, parece haberse producido.

A pesar de sus derivaciones póstumas, parece plausible afirmar que la novela de Sacher-Masoch no es, en sentido estricto, una novela erótica. La frugal sensualidad de sus páginas revierte en favor de una indagación de las relaciones de sumisión y dominio físico y emocional entre los amantes que se podría calificar de “psicológica”. Como ya subrayó Gilles Deleuze en el magnífico ensayo que dedicó al autor, Sacher-Masoch es, en cierto modo, un moralista. Hay algo de edificante en sus narraciones, y desde luego lo hay en La Venus de las pieles, que termina con una moraleja explícita sobre la condición de la mujer y las relaciones de desigualdad entre los sexos. En el discurso citado al principio se recoge en parte esa orientación del relato, en la idealización fanática de la figura femenina, ya sea como diosa o como diablesa. Es esa concepción de las mujeres la que en parte conduce al personaje a adoptar el papel de siervo, y también la que le lleva a condenarlas. El prisma con el que Severin contempla a Wanda está mediado por esta deformación que fluctúa siempre entre ambos polos. Las condiciones materiales del presente, afirma Severin, no permiten a los hombres y mujeres otra situación que la de ser enemigos. Todo se dirime en una batalla dialéctica en la cual hay que posicionarse. Él, que eligió una vez el papel del esclavo, en adelante no habrá de reincidir más en él. “Quien se deja azotar, merece que le azoten”, dice el escarmentado personaje.

No obstante, tras el velo de la historia adoctrinante de Severin y Wanda se muestra un caldo de cultivo suculento que permite sacar a colación algunas otras cosas que ya quedaban apuntadas en la frase de la Venus del sueño. Lo más interesante de la novela no reside en sus estratregias narrativas, sino, como ya he advertido antes, en su exploración de las relaciones entre los personajes y el retrato de los mismos, en especial el de Severin y su visión del mundo. La debilidad de Severin es ese anhelo sin realización, que en definitiva viene a coincidir con el anhelo de lo que, en el plano de los hechos, viene a ser imposible. Ahí está la fricción entre la “naturaleza” a la que hace referencia la Venus soñada y la “reflexión” moderna: no olvidemos que la etimología de la palabra “reflexión” señala la vuelta de tuerca, la doblez o curvatura de una realidad sobre sí misma. No es posible un amor “natural”, de ahí la necesidad de devolver al amor su imagen desrealizada. Es en este punto donde aparece el tema del teatro o la representación de roles en la lucha de poder entre los dos amantes y la suspensión de lo fáctico a través del contrato de esclavitud, que arrastra consigo la fantasía de  Severin de ser degradado.

El contrato establecido entre Severin y Wanda convierte en legítimas las figuraciones del deseo del primero, que se construyen desde lo más bajo, desde lo abyecto. En esta obra, el deseo es un orden que se contrapone reflexivamente al orden externo de la realidad: es decir, actúa como su reflejo invertido, como en el caso de los rayos de luz que caen sobre una superficie. A través del orden del deseo se escenifican o ponen en evidencia las reglas que en el orden externo del mundo son tomadas como implícitas: de ahí el contrato, la flagelación, la retirada de los personajes de su lugar de origen, la mascarada. Ambos órdenes son rígidos y nada fluidos, ambos están sometidos a un guión. La relación no es “natural”, está pautada y podríamos decir que abocada sin remedio al hoyo del fracaso.

Pero Severin lo desea todo, hasta la muerte. El pacto consiste para él en aceptar la cancelación momentánea de lo real en la forma de la máscara, aun a riesgo de extraviarse en ella y no regresar. Casi se diría que es el objeto del riesgo lo que fascina verdaderamente a Severin, y es a lo que Wanda, pese a su corrupción in crescendo, no estará dispuesta a ceder. Como el riesgo se corre pero nunca se consuma (el peligro queda siempre apuntado como peligro, como índice de imposible cumplimiento) la narración se cierra, el deseo se funde, los personajes escapan a su delirio. Lo real no podrá ser sustituido nunca de manera íntegra por lo ideado, el pacto no se podrá volver nunca absoluto, ni aniquilar toda otra frontera exterior. El esclavo Gregor no será asesinado, Severin no llegará a suicidarse. Y una vez tocado el borde del objeto, el sujeto se retira, como las antenas retráctiles de un insecto al contacto con un cuerpo extraño. Wanda, que al principio deseaba amar, ha experimentado todo límite y toda repugnancia, y ha escapado. Del mismo modo, Severin, postrado ante el incumplimiento de su deseo, no dejará de ser, al fin,  un defraudado fugitivo.

Artículo aparecido en el número 9 de la Revista Kafka (septiembre-diciembre de 2010)

Mujeres en tiempos de oscuridad, II: Sharon Olds. Pactar con el diablo.

Por Laia López Manrique



1. La identidad falsable de la poeta
Sharon Olds (San Francisco, 1942) escribió su primera obra a una edad tardía, en 1980, es decir, cuando contaba con 38 años. Según explica la propia autora, tras recibir su doctorado en Literatura Americana con una tesis sobre Ralph Waldo Emerson en la Universidad de Columbia, decidió cerrar un trato con Satán por el cual renunciaría a todo lo que allí había aprendido a cambio de poder escribir poemas verdaderamente propios. El resultado de esta curiosa acción fue el controvertido poemario Satan says, que es la obra que tendremos en cuenta en este artículo como modo de introducirnos en su peculiar universo poético.
Lo cierto es que, de resultas o no de ese pacto satánico, desde 1980 y hasta el momento actual Sharon Olds ha escrito una decena de volúmenes de poesía más, ha obtenido numerosos premios literarios (el San Francisco Poetry Center Award en su primera edición,el Lamont Poetry Prize, the National Book Critics Circle award, y el TS Eliot Prize), ha sido antologada en diversas ocasiones y fue poeta laureada del estado de Nueva York desde el año 1998 hasta el 2000. Aunque todo esto es, con toda seguridad, lo que menos importa cuando nos referimos a la producción lírica de cualquier autor.

Algunos de los motivos más destacables de la poesía de Olds (y, en concreto, de Satan says) son el marco crítico de las relaciones familiares, el sexo, la figura del padre, la maternidad, la condición de las mujeres y las desigualdades sociales, motivos que la emparentan con los llamados “poetas confesionales”, como Robert Lowell, Anne Sexton o Sylvia Plath, con cuyas obras sin duda se pueden trazar muchas líneas de correspondencia. No obstante, en una entrevista, ante la cuestión concreta de su filiación poética, Olds manifiesta su rechazo ante el término “confesión” y describe su poesía como “aparentemente personal”. El adjetivo “aparente” unido a “personal” tiene que ver con la conciencia de la imposibilidad de trazar la frontera exacta entre la identidad biográfica en cuanto tal y su construcción literaria, expresiones a menudo redundantes, así como entre la identidad individual y la experiencia compartida. De este modo, aunque la poesía de Olds está siempre vinculada a episodios o, a veces, a estadios sucesivos de su propia vida, marca una distancia con el término “confesión” en la medida en que no es una apertura o examen de la subjetividad ni un desprendimiento de ella lo que pretende con su escritura. La poesía de Olds parece tener una intención distinta, una intención expansiva, desmitificadora, purulenta. Su grado de violencia es proporcional a su capacidad para nombrar aquello que el pudor (y es innegable que existe también un pudor poético) convierte en indecible. Sharon Olds es practicante de una impiedad sonora e intemperada, que ha llevado a algunos a acusarla de escribir poesía “pornográfica”. Pero no es a ello a lo que apuntan los versos de Olds, sino más bien a la desnudez casi amoral de la vivencia, el lugar donde lo que existe propiamente es el cuerpo, la materia y sus engranajes a menudo perversos: los que determinan la relación con los otros.

2. El poema como superficie altamente inflamable
Traducir el cuerpo al lenguaje no es empresa fácil, y desde luego no es lo mismo que traducir el lenguaje del cuerpo. Reunir el cuerpo a través de los vasos rotos del lenguaje es escribir un poema. Los poemas propios que Sharon Olds quería escribir la conducen a hablar desde ese lugar incierto, el más frágil a la vez que el más fuerte, el más pesado: el del cuerpo. Olds desliza sus versos a través de un cuerpo deseante, poblado y despoblado de líquidos, mucosas, sangre, sudor, heces: un cuerpo que se afirma a sí mismo en su solitaria precariedad a través de las etapas y variaciones a los que la vida lo somete, o más bien, a los que él mismo somete a la vida.

Pero el cuerpo es relieve que se forma en contacto con los otros, y la primera relación extrínseca del cuerpo es su relación con el universo de la familia. En Satan says, la condición de hija es la primera de una serie de gradas cronológicas, un punto crucial en la vida de la poeta (y, en realidad, de cualquier mujer) que marca su estancia y su desplazamiento en el tiempo. En esa parte cristalizan los hilos que comunican la experiencia individual con otra, si no universal, sí aplicable a un extracto más general: el “mundo de las hijas”. Un mundo que, lejos de ser complaciente, es refinadamente cruel, abruptamente incendiario cuando es llamado a ello. Esto puede verse de manera amplificada en el poema Photographs courtesy of the fall river historical society, en que Sharon Olds se detiene en la descripción del escenario de de un doble asesinato, el del padre y la madrastra de la célebre Lizzie Borden, quien fue la principal sospechosa de su muerte a hachazos en el año 1892, y cuya culpabilidad no pudo ser probada. El poema concluye con una terrible sentencia de resonancia criminalística: “But as yu look at the pictures, the long / cracks between the sections of his face, / the back of her skull uneven as some / internal organ, the conviction is flat. / Only a daughter could have done that”. “Sólo una hija podría haberlo hecho”: la brutalidad, la sangre fría o caliente, la afinación en el trazo del crimen, son casi coincidentes con la mirada que sobre la escena lanza una despiadada y certera Olds.
La vida de las in-felices familias norteamericanas ya había sido puesta en entredicho por buena parte de la poesía anterior a Olds, y, sin embargo, en esta autora encuentra un espacio de desafío que va más allá del realce de las contradicciones de la existencia femenina en un ámbito patriarcal que la niega o la restringe. En la poesía de Olds no hay la angustia de la hija amputada que remata al padre que encontramos, por ejemplo, en el Daddy de Plath, sino una rebelión incestuosa, un aire de rechazo contra el espectro del orden familiar que es, también, el reflejo de una forma difícil de concebir el amor. Y la sublevación se propaga, sobre todo, como una sublevación lingüística, que se manifiesta ya en el primer poema de Satan says; en él, como en mitad de un mal sueño, el diablo da permiso a una Sharon niña para insultar a los padres, para decir todo aquello que había de ser callado a la fuerza. Olds rescata lo que no puede ser dicho y le da una fuerza estructuradora a lo largo de todo el libro; de esta forma, de la exploración de las relaciones de poder dentro de la familia, la comparación de los padres con hoscos generales, la erotización de sus cuerpos y en especial del cuerpo del padre alcohólico y lejano y el conflicto en crudo que supone la expresión del deseo sexual por él, emergen tal vez sus mejores poemas.


En el límite entre la condición de hija y la de mujer están las primeras experiencias eróticas ajenas al terreno familiar, aunque perseguidas por el fantasma problemático, a la par que inusitadamente celebrado, del incesto. Es sorprendente cómo describe la autora la pérdida de la virginidad en el poema First night, en que la sangre segregada en la relación sexual queda como impronta de fantásticas migraciones internas. Con cuidadoso detalle, Olds reseña el éxodo de los extraños habitantes que habían ocupado su cuerpo hasta entonces. La sangre que se va secando durante esa primera noche da lugar, en el día, a un nuevo nacimiento: “and like a newborn animal about to be imprinted / I opened my eyes and saw your face”.
El cuerpo cobra, asimismo, a través de la experiencia de la maternidad, un cariz casi heroico en la tercera parte del libro: así, en The language of brag, haber parido es algo de lo que la poeta se jacta. Es una experiencia común a las otras mujeres, y no un acto extraordinario y singular, lo que inscribe la excepcionalidad del propio cuerpo en el mundo. La acción centrífuga y esforzada del parto pone en movimiento un nuevo lenguaje: en el poema, Olds lo contrapone irónicamente a la búsqueda de la épica de la vida americana de Walt Whitman y Allen Ginsberg. Antes de la poesía, antes del canto, el panegírico aguado de lo corpóreo se abre paso en Olds. La maternidad, por otro lado, implica siempre una forma de amor atento, un modo de estar en el mundo sin amparo para amparar a otros, que da lugar a una expresión poética quizás no tan encarnizada, aunque no menos polémica. En el poema The unborn, por ejemplo, Olds se interroga acerca de los hijos no nacidos, y las imágenes que emplea son cristalinas e hirientes. En la serie titulada Young mothers, dibuja el margen inarmónico de la maternidad, a través de poemas narrativos protagonizados por madres jóvenes que exponen sin concesiones el lado truculento del deseo de la vuelta atrás, antes de esa línea divisoria, aun a costa, a veces, de la muerte de los propios hijos.

Porque no hay, en realidad, nada idealizado en la poesía de Olds, y, si lo hay, siempre amenaza con mostrar su lado negativo, contradictorio. Ni siquiera el cuerpo como punto de partida es concebido como un lugar sagrado, sino como un recinto irónico en el sentido literal del término: da a entender lo contrario de lo que expresa, se ubica como centro de gravedad en el mundo y a la vez es distante, vulnerable, paradójico. Sostiene la experiencia y puede también negarla, pues la pura fisicidad del cuerpo es la única realidad que, en última instancia, puede afirmarse de él, y ésta carece siempre de connotaciones y de reglas morales.

3. La poesía como ejercicio de taxidermia
La poesía antiidealizada de Olds se configura a partir de la huida de la elevación del registro lírico, en el encuentro con un lenguaje claro, directo, sin ornato. Utiliza un tono descarnado, exento de artificiosidad; se trata de una poesía desnuda, que desgrana la experiencia, la subvierte, la hace palpitar ante el lector con muy escasos matices compasivos. Olds escapa de lo sentimental como de una pandemia; sus poemas son como pequeños alfileres oxidados que, al entrar en contacto con la piel, la hacen saltar y la contaminan. En sus poemas, la narración y la descripción de escenas se aúnan al empuje expresivo de las metáforas y comparaciones, abundantes y detonadoras del efecto poético. En gran medida, las comparaciones disparan la trascendencia de unos textos que, de suyo, se empeñan en capturar instantáneas de la vida familiar.
En Satan Says, así como en otros de sus libros, el poema es la medición de un instante en que todo se tensa: en cada uno de ellos se percibe la voluntad de embalsamar, de retener en una imagen fija lo que en caso contrario escaparía al control del significado y que, al ser atrapado en el texto, escupe reverberaciones, símiles, semejanzas. Juan José Almagro Iglesias, traductor al castellano del libro de Olds The dead and the living (1983), define el itinerario que describe toda la obra de la autora como una “poética del ámbar”, la resina fósil que inmoviliza y encierra, al escurrirse sobre la corteza de los árboles, partículas de vida vegetal y animal. Del mismo modo actúa Sharon Olds con los retazos de vida que apresa en sus poemas: los detiene, les ofrece una proporción a menudo perturbadora. En algunos puntos, no obstante, la dureza tanto del lenguaje como de la visión que transmite hace que se pueda hablar, más que de fosilizaciones en ámbar, de auténticas operaciones de taxidermia: el arte de disecar cuerpos muertos para que cobren la apariencia de vivos. Sobre todo en la mirada hacia ciertos momentos del pasado, Olds consigue causar en el lector una fuerte impresión de simultaneidad narrativa; los cuadros que pinta son tan vívidos que casi parecen respirar al compás de la lectura. La dentellada lírica es lo que pespuntea el poema, lo que le dota de un vuelo más allá de lo descriptivo, lo que, en fin, lo libera de su condición de inofensivo y lo vuelve dañino, reflexivo o mordaz, según el caso.

4. Rutas posibles por la poesía de Sharon Olds

Libros traducidos al castellano:
Satán dice (edición bilingüe), traducción y prólogo de Rosa Lentini y Ricardo Cano Gaviria, Tarragona, Igitur, 2001.

El padre (edición bilingüe), traducción y prólogo de Mori Ponsowy , Madrid, Bartleby Editores, 2004.

Los muertos y los vivos (edición bilingüe), traducción y prólogo de J.J. Almagro Iglesias y Carlos Jiménez Arribas, Madrid, Bartleby Editores, 2006.

Revistas literarias:
DERUSHA, Will, Sharon Olds. Un arte de la desnudez, en Dossier: cinco mujeres poetas de USA, Quimera, Revista de Literatura, octubre de 1999, núm. 184, p.45-50.

Internet:
Multimedia Companion to Anthology of Modern American Poetry
(Oxford University Press, 2000). Edited by Cary Nelson:
http://www.english.illinois.edu/maps/poets/m_r/olds/olds.htm

(Artículo aparecido originalmente en el número 39, de mayo de 2010, de la revista Calidoscopio)

Mujeres en tiempos de oscuridad: Katherine Mansfield


Por Laia López Manrique


Katherine Mansfield (Nueva Zelanda, 1888 – Fontainebleau, 1923), dueña de lo que Virginia Woolf calificó como “una inteligencia terriblemente sensible” fue, junto con James Joyce, artífice del nacimiento del cuento moderno en lengua inglesa en los primeros años del siglo XX, en un momento de la historia de la literatura británica en que el género todavía no poseía un valor estético reconocido y no contaba con el respaldo de la crítica. Mansfield, en relación tensa pero constante con los autores del llamado círculo de Bloomsbury, escribió sus cuentos breves en consonancia con las transformaciones operadas en el género del cuento por el escritor ruso Anton Chéjov, en la dirección de la minimización de la peripecia y de la intriga como sostenes del relato, a favor de un punto de vista que ahonda en los estados de ánimo de los personajes y en la exploración de una situación específica, de un retazo de la vida cotidiana. La aprehensión de la realidad en el texto narrativo partir del punto de vista particular de un sujeto, de su localización en el espacio y en el tiempo y de la singularidad intransferible de un estado de conciencia no parece algo novedoso para nosotros, acostumbrados a la lectura de textos que se apoyan en esos ejes, pero debemos recordar que en la época en que Katherine Mansfield escribió, las técnicas de las vanguardias literarias del llamado Modernism, del que ella sería una de las grandes exponentes en el nivel del relato, fueron absolutamente revolucionarias.

Katherine Mansfield vio publicados buena parte de sus relatos en revistas periódicas y recopilados en forma de libros (In a German Pension, en 1911, Bliss and Other Stories, en 1920, The Garden Party and Other Stories, en 1923, además del relato Prelude, publicado por la Hogarth Press de Leonard y Virginia Woolf en 1917), obteniendo un éxito ascendente en el último período de su vida, pero ha sido en buena medida una autora de fama póstuma, a pesar de haber dedicado su existencia en pleno a la escritura. Y póstuma en muchos sentidos, no todos beneficiosos para la difusión y el reconocimiento debido de su obra. La recepción de la obra de Mansfield ha sido problemática, malversada por ciertos abusos críticos y por la proyección de una imagen de la escritora que poco tiene que ver con una lectura cuidadosa de su obra de creación. En el caso de Mansfield, como en tantos otros casos, el individuo y su historia personal, su leyenda, han engullido en gran medida a la autora, y su obra ha sido leída con los prejuicios propios de la crítica biográfica o, peor aún, de la malograda condescendencia con la condición femenina y su transgresión. La existencia rebelde de Mansfield, nutrida de experiencias diversas, de viajes y de afán de conocimiento, la huella que dejó en ella y en su escritura el fallecimiento de su hermano, la pulsación de la enfermedad crónica que le causó la muerte a los 34 años, su controvertido amor por la vida, o la imagen depurada y sencilla de la mujer que John Middleton Murry, su marido y albacea literario, quiso transmitir de ella en la introducción a sus diarios, han sido probablemente más conocidos que sus textos. Parece curioso que la crítica biográfica no se haya detenido en una afirmación crucial de la autora, quien a muy corta edad escribiría: “Tengo 18 años y principios tan livianos como MI PROSA”.
Porque Katherine Mansfield es autora de una prosa de altura, diáfana, desapegada y leve como su rostro en los retratos, una prosa que interpela y seduce al lector con fijeza y cuyas líneas de sombra quedan sugeridas en virtud de su propio movimiento. Al contrario que las imágenes que dan testimonio de la vida de la escritora, en que su rostro queda a menudo ligera y apaciblemente desenfocado, su escritura destaca por la afinación en el trazo y el encuadre de los personajes y escenas que deambulan por sus cuentos. La observación atenta de Mansfield se concentra y persigue a los cuerpos asediados por residuos de penumbra, da luz sobre fragmentos de paisajes cotidianos que refulgen, devastados en lo más íntimo por deseos que no se cumplieron, que no se cumplen o no se cumplirán. Además de en la pintura de personajes, Mansfield muestra una gran maestría en la exploración de situaciones de la vida común que son, a su vez, anómalas, en la captación de las sensaciones que las inundan. En ellas filtra una mirada que se desliza por los recovecos y márgenes que quedan, enredados entre sí, más allá de lo expuesto, del orden de los hechos, que suelen ocultar un aspecto trágico bajo su máscara mundana.

La sutileza en los detalles, la agilidad en el ritmo narrativo, el punteo de un cierto lirismo descriptivo y de una ligera ironía, que no roza todavía el sarcasmo, contribuyen en los cuentos de Katherine Mansfield a la creación de atmósferas únicas. Las pequeñas garras del lenguaje dictan marcos y sentencias para la construcción de unos relatos muy precisos, condensados, como pequeñas cajas que abren al lector un universo comprimido del que escapan sonidos y colores, percepciones, restos del habla, presagios, testimonios. Muy lejos y a la vez muy cerca de la idea de la epifanía, que constituye el puntal de las historias incluidas en los Dubliners de James Joyce (1914), queda el tejido del que se componen los cuentos de Katherine Mansfield. Pues en algunos de ellos, la epifanía o manifestación de una verdad oculta que reordena y arroja luz sobre los acontecimientos no se produce necesariamente como punto de inflexión del cuento, sino que más bien impregna de manera intuitiva el relato desde el primer párrafo, recalando en el tono y en el planteamiento de la situación narrada. Así ocurre, por ejemplo, en el cuento Revelations, cuyo significativo título ya nos conduce hacia una dirección muy concreta; en él, nos asomamos a la vida de Mónica Tyrell, una mujer bien situada que padece de los nervios, en un día apocalíptico, horriblemente ventoso. La señora Tyrell percibe, desde el principio, indicios que la desequilibran pese a no comprenderlos, y que abocan su jornada hacia la catástrofe de manera irreversible. Atacada por la realidad, la hiperestésica señora Tyrell se niega a asumir el caos que presiente a su alrededor y, a la vez, desea saber qué secreto entraña. Y la respuesta cae, mansa como una cucharada de sopa hirviendo: una niña ha muerto. La señora Tyrell presencia el peso del dolor del padre y escapa corriendo, tan agitada y furiosa como el ritmo del relato. El orden se ha roto. La revelación, lo que ya se sabía, más allá de descubrirse, se ha confirmado.
En su mayoría, los cuentos de Mansfield, ya transcurra su acción en Nueva Zelanda, Alemania, Inglaterra o Francia, lugares que la autora frecuentó a lo largo de su corta vida, son cuentos de personajes solitarios que aspiran a algo que no obtienen: a la imposible comunicación con los otros, o tal vez consigo mismos. Personajes que dialogan, pero que no logran cimentar entre ellos el entendimiento a través del lenguaje. Más allá de lo dicho, queda la frágil llama de lo deseado; más allá de la voz queda el sentido, como muestra el cuento Psychology, donde se expone la visita que un novelista hace a su amiga dramaturga y la charla torpe que mantienen, en estrecha vigilancia el uno hacia el otro en orden a controlar su atracción, y que culmina con apreciaciones estériles acerca del futuro de la novela. El narrador se mueve en el cuento con diligencia entre los dos polos de la relación, entre las dos perspectivas, entre las palabras externas e interiores de los dos personajes, que lejos de complementarse podríamos decir que se superponen. El desastre queda soterrado en los temblores y pensamientos de ambos, en lo que se resisten a decir y que irónicamente es sugerido a los lectores por obra del narrador. El cuento es un alarde de habilidad técnica en la observación y acercamiento a la conducta de unos seres que se pretenden fuertes pero en realidad son muy débiles, y que escudan en sus vidas de artista su ineptitud y fracaso en las relaciones personales.
La ambivalencia y la capacidad de observar todos los rostros de la realidad y trasladarlos a la desemejante palabra de la literatura hicieron de Katherine Mansfield una gran escritora, en cuya obra se recoge y perfecciona la deriva formal de la narración breve contemporánea. Ya en su juventud Mansfield intuyó el impulso primordial de la escritura, el que lleva a desear la fusión con otros cuerpos y otras vidas, ante la insuficiencia del propio yo, a través de la ventriloquía de la ficción. Ella misma expresó su deseo con estas palabras: “Would you not like to try all sorts of lives –one is so very small– but that is the satisfaction of writing -one can impersonate so many people.” La lectura de sus cuentos nos brinda la ocasión de comprobar cómo se realiza tan titánica tarea.

*Bibliografía de Katherine Mansfield en castellano:

Cuentos completos, Alba Editorial, Barcelona, 1999.
Relatos breves, Ediciones Cátedra, Madrid, 2000.
La fiesta en el jardín, RBA Libros, Barcelona, 2009.
Diario, Lumen, Barcelona, 2008.

(Publicado originalmente en el número de febrero de 2010 de Panfleto Calidoscopio)

De la experiencia del dolor como límite de la literatura

Por Laia López Manrique

Cesare Pavese detiene la escritura de su diario, Il mestiere di vivere, el día 18 de agosto de 1950. Escribe, en concreto: «No palabras. Un gesto. No escribiré más».Habla, pues, de poner fin a la escritura a través de un gesto: el del suicidio. El gesto, en cuanto acontecimiento que se resuelve en lo inmediato, va a ser lo que se contraponga a la escritura como experiencia de suspensión de lo temporal. El gesto es lo que puede recolocar el orden práctico, restaurar la potestad de lo real en contra de las reservas de lo humano; es esa interrupción de la mano que ya no quiere dar «poesía a los hombres», es la renuncia a la exigencia de escribir que viene mediada por una experiencia, la del sufrimiento, que opera como escolio más allá del cual la escritura ya no es posible.
La meditación pavesiana acerca de la experiencia del sufrimiento es amplia y abarca buena parte de las páginas de su diario. El sufrimiento es percibido por el escritor como una experiencia capaz de anular o suplantar al resto de experiencias. Como la escritura, que sucumbe al deseo de borrar las demarcaciones del tiempo externo, el dolor es duración pura, intensidad sin perspectiva de cierre: «vive en el tiempo, es lo mismo que el tiempo», es decir, constituye una forma distinta de experimentar la temporalidad: una temporalidad sin sucesos, sin huellas, sin gestos. El dolor es otra cáscara en la que la realidad natural se envuelve; es fiero y no tiene, por sí mismo, sentido alguno. Sólo la capacidad moral puede «darle al propio sufrimiento un significado»,esto es, convertirlo en algo inteligible, susceptible de ser pensado y valorado. Porque el dolor no es una figura del lenguaje, sino una fuerza que queda lejos de su alcance y de la cual, sin embargo, es posible extraer poesía, aunque eso sea la consecuencia considerada por Pavese «más deficiente» de la aceptación del sufrimiento.

Pues la poesía ha de partir, necesariamente, de una posición de distancia irónica respecto de la abigarrada mezcolanza de los estados de ánimo. Lo dice Pavese en una entrada del 20 de abril de 1936: «Un poeta se complace en hundirse en un estado de ánimo y se lo disfruta, ésta es su huida de lo trágico. Pero un poeta no debería nunca olvidar que un estado de ánimo todavía no es nada para él, que lo que cuenta para él es la poesía futura. Este esfuerzo de frialdad utilitaria es su tragedia».Porque, si es posible sacar poesía del sufrimiento, esto no se hará sino a costa de pagar un precio muy alto. La tragedia de quien escribe a costa del dolor, separándose de él a través de la resbaladiza pátina del lenguaje, es revelar, a través de esa separación, que en el orden de los acontecimientos, ésta resulta fácticamente imposible. La antinomia es del todo irresoluble, puesto que el dolor mismo tiende a entumecer la vida, a disecarla, a irla negando progresivamente. La tragedia es, por tanto, el acto de dislocar lo que de suyo ya está torcido: a sabiendas de que el sufrimiento es estéril, de que no se puede sustituir por nada, puesto que él mismo es capaz de ahuecar cualquier otra cosa, regresar a él para escribir es una partida perdida, jugada casi a ciegas. Porque si la experiencia de la soledad es resorte de la escritura, el dolor no puede ser sino su límite cenagoso. Cuando el dolor alcanza el punto muerto más allá del cual nada es ya soportable, la renuncia a la escritura puede imponerse con la misma necesidad imperiosa con la que se produjo su venida. Pues la construcción de otra realidad por la literatura siempre ha de tropezar con el contorno irregular de un acaecer que es siempre más poderoso que la literatura misma. Lo dice el escritor mismo el 25 de octubre de 1938: mal que nos pese, «la fantasía humana es inmensamente más pobre que la realidad». Ahí es donde radica, justamente, el hecho trágico, que se cifra en la imposición de un destino, ajeno ya a lo literario, aunque la literatura haya sido el tránsito que lo haya sacado a la luz, exponiéndolo.


De este modo, el empleo de la distancia irónica respecto de los acontecimientos vitales, que están, verdaderamente, en pugna continua con la literatura, no garantiza, ni mucho menos, la impermeabilidad de quien escribe respecto de su potencia y de su alcance. El ejercicio de la literatura, del que hace profesión Pavese, y su imprescindible resonancia pública, no son suficientes ante la mirada del más severo juez con quien se enfrenta en el diario, que no es otro que Pavese mismo. Pues si lo que se escribe cristaliza como algo que escapa al empuje del tiempo de la vida, conformando un bloque sólido, marmóreo –que tendría que ver, a grandes rasgos, con la idea pavesiana del mito como reelaboración y fijación del recuerdo–, quien escribe también corre el riesgo de querer fijarse en la escritura, de satisfacerse en escribir para «estar como muerto, para hablar desde fuera del tiempo, para convertirte para todos en un recuerdo». Aquí asoma, una vez más, la relación problemática entre literatura y vida y sus peligros: hacer que equivalgan entre sí supone un acto de desmesura que, como en los textos trágicos, tendrá su contrapartida punitiva. O lo que es lo mismo: quien escribe no puede confundirse con lo escrito, ha de respetar el hiato que media entre el verbo escribir y la partícula reflexiva que le acompaña. La lección de técnica literaria que se ha de colegir de los acontecimientos de la vida no puede suponer al fin, a ojos del mismo Pavese, la reducción de la vida a la propia producción textual. En ello estriba la sensación de fracaso, la censura hacia sí mismo, que hace Pavese cuando se acusa de escribir para estar como muerto: lo que se escribe, como la obra, ha dejado de pertenecer a quien lo escribe una vez que es lanzado al mundo, eximido ya de las limitaciones que le dieron cuerpo y forma. Por ello, uno dejaría de pertenecerse a sí mismo si interpretara su propia vida confundida con lo que ha escrito. Si esto ocurre, la amenaza del extravío es máxima, y la amenaza de la insatisfacción, pujante. La escritura del diario mismo puede ser vista, en este sentido, como un conato de restauración de una relación del escritor consigo mismo, tal y como apunta Maurice Blanchot en El espacio literario, cuando ha presentido ya el riesgo de que su vida pueda quedar apresada o mimetizada con la obra que escribe. No obstante, el diario es también, y por encima de todo, escritura: por lo tanto, es mediación, es selección, es sentido e interpretación. No puede devolver a quien escribe en absoluto el contacto directo con la vida. Porque, además, ese pretendido contacto de tipo primigenio no parece posible: remite siempre a un pasado, el de la infancia, en el que la literatura ya estaba, de algún modo, presente, si pensamos que en la infancia la relación directa no se daba con las cosas, sino con sus signos, tomados ya como una realidad y no como una invención, tal y como recoge Pavese en una entrada de su diario correspondiente al 31 de agosto de 1942.

El doble envés con que hiere la relación dialéctica entre la vida y la literatura resulta, en este punto, inapelable, si se contempla desde esta perspectiva. Porque todo parece llevar a ese callejón sin salida que es la necesidad misma: la angustia se asienta, sobretodo, en el hecho de haber tenido que desprenderse del mundo, de haber necesitado la literatura, el mito, la fabulación, el relato, la poesía. De haber vivido, en suma, puesto que la construcción, la narración, los signos, nos persiguen desde la infancia y son los que otorgan medida y volumen a un mundo, de otro modo, inhabitable e ignoto. La circularidad del trayecto sólo puede saldarse, en este aspecto, con el abandono, que en el caso de Pavese redunda en el abandono de la obra acompañado por el abandono de la propia vida. El gesto sólo derrota al signo, en este caso, casi en el esbozo de una huida, como el cese de una experiencia del dolor que no puede ser ya, de otro modo, frenado. Pero el puro gesto, como sabía Pavese, también instaura la posibilidad del sentido, al hendirse en mitad de una vida tosca, capciosa, que puede cobrar así, también, el relieve esclarecedor de su propia realización.

(Publicado originalmente en el número de noviembre de 2009 de  Panfleto Calidoscopio)

Reseña de la novela El teatro de la memoria de Leonardo Sciascia, para Revista Literaturas

Por Laia López Manrique

El teatro de la memoria
(traducción: Juan Manuel Salmerón)
Leonardo Sciascia
Tusquets, 2009 

Escribió Carlos Fuentes en su novela La muerte de Artemio Cruz que “la memoria es el deseo satisfecho”. Esta frase bien podría enmarcar los distintos desvelos, asertos y tribulaciones de los personajes (reales) que construyen el teatro de la memoria que da título a la novela de Leonardo Sciascia (1921-1989), escrita en 1981 y editada por vez primera en España por la Editorial Tusquets en 2009. Pues para cada uno de los protagonistas del curiosísimo caso policial, acontecido en Italia bajo el régimen de Mussolini, que Sciascia sigue rigurosamente en este libro, la memoria es un constructo a medida, un canal por el que discurre el cauce a menudo irregular de los recuerdos, aderezados y enlazados según un arte combinatoria sin otra regla que el gusto y necesidad de cada cual.

El teatro de la memoria se basa en la crónica del conocido caso del “desmemoriado de Collegno”, expresión que se ha convertido en Italia en moneda común para referirse a las personas distraídas o descuidadas. Un hombre fue arrestado el 10 de marzo de 1926 por robar jarrones de bronce en el cementerio judío de la ciudad de Turín e ingresado, por presentar síntomas de violenta alienación y desconocimiento de su propia identidad, en el manicomio de Collegno. Una vez transcurridos unos meses de internamiento, el caso vio la luz pública a partir de la publicación de una fotografía del desmemoriado en La Domenica del Corriere, acompañada de la demanda expresa de su reconocimiento. El interno número 44.170 del manicomio fue identificado apasionadamente por la señora Giula Canella como su marido, Giulio Canella, profesor de Filosofía católico desaparecido en combate durante la Primera Guerra Mundial, a pesar de las dudas manifestadas por otras personas cercanas al profesor. Tras ello, el desmemoriado fue trasladado a la casa familiar de los adinerados Canella en Verona, hasta que unas cartas anónimas que contradecían la asignación primera de la identidad del hombre provocaron su arresto, tras cotejar sus huellas dactilares y hallarlas idénticas a las de Mario Bruneri, un tipógrafo turinés acusado de robo y estafa a gran y media escala en diversas ocasiones. A partir de aquí, se produjo una larga lucha legal por la identidad del desmemoriado por parte de ambas familias, hasta la sentencia definitiva de 1931 que lo identificaba, finalmente, como el impostor Mario Bruneri.

La novela de Sciascia reseña el proceso judicial y sus intersticios, citando a todos los implicados y sus distintas versiones de los hechos desde la distancia crítica del investigador que el autor siciliano nunca dejó de emplear en su actividad narrativa. Se articula a través de una escritura puntillosa, precisa y testimonial que se desprende siempre de los azogues de la subjetividad en aras de la aproximación a “la verdad”, sin dejar de señalar las paradojas que la constituyen, y convoca para ello documentos oficiales, cartas escritas por los protagonistas del caso, declaraciones, artículos e informes médicos, así como la revelación de ciertos intereses políticos del régimen fascista en el caso y la preocupación personal de Mussolini por el mismo, como elementos que aportan partículas de solidez al rompecabezas pantanoso de la historia.

De igual modo, cobra una importancia decisiva en la novela de Sciascia la alusión a lo que de literario mismo hubo en la elaboración del caso judicial: por un lado, aparece la inevitable referencia al drama de Luigi Pirandello directamente basado en el caso Bruneri-Canella y estrenado antes de la sentencia  definitiva de 1931, Come tu mi vuoi; por otro, la no menos interesante escritura de un libro de memorias de título proustiano, Alla ricerca di me stesso, firmado por Giulio Canella en el año 1930, con el que asistimos al ejercicio de la búsqueda, reapropiación y fabricación de los recuerdos de un desaparecido por parte del astuto sosias que se escuda en su nombre. No nos parece extraño, en este sentido, que Sciascia congregue a Jorge Luis Borges en dos ocasiones distintas en el libro, como tampoco lo es que, en el panorama de las letras hispánicas, haya sido precisamente Enrique Vila-Matas quien escribiera en el  año 1984 una novela inspirada también en el caso Canella-Bruneri, bajo el título de Impostura.

En definitiva, si bien no es posible considerar que El teatro de la memoria sea una de las obras mayores de Leonardo Sciascia, sí es altamente representativa de su quehacer literario, uno más de sus férreos paseos por el controvertido campo de la justicia, y sobre todo es la crónica de un caso fascinante y una reflexión atenta a los movimientos equívocos del recuerdo, con todas sus derivaciones y consecuencias posibles.

(Reseña aparecida originalmente en el número de enero-febrero de 2010 de la Revista Literaturas)

Reseña de Reflejos en un ojo dorado, de Carson McCullers, para Lletra de Dona (Centre Dona i Literatura, Universitat de Barcelona)

por Laia López Manrique

Carson McCullers, Reflejos en un ojo dorado (novela)

Traducción del inglés por María Campuzano.
Barcelona: Seix Barral (Biblioteca Formentor), 2001
ISBN: 9788432219566

1ª edición | Reflections in a golden eye, 1941

|Biografía

Lula Carson Smith, novelista, cuentista y dramaturga, nació en Georgia en 1917. Su vida estuvo marcada por una enfermedad de infancia mal curada y por el matrimonio con James Reeves McCullers, que fue, a la vez, la relación más solidaria y destructiva en la vida de Carson. Ambos tuvieron dificultades compartidas: alcoholismo, ambivalencia sexual y tensiones generadas por la envidia de él hacia ella.
A los cincuenta años, Carson murió a causa de un ataque, no sin antes empezar su autobiografía, Iluminación y fulgor nocturno, donde declaraba: «Pienso que es importante que las futuras generaciones de estudiantes sepan por qué escribí ciertas cosas; pero a mí también me importa saberlo».

"Sintió que la ira le invadía. Era una oleada de odio hacia el soldado, tan fuerte como el júbilo que había sentido sobre el caballo desbocado. Todas las humillaciones, las envidias, todos los temores de su vida confluyeron en aquel odio inmenso. Se levantó tambaleándose y echó a andar ciegamente por el bosque ya oscuro." Carson McCullers, Reflejos en un ojo dorado.

 

|Sinopsis

En una base militar del Sur de Estados Unidos en época de paz, estalla el conflicto entre cinco personajes de relaciones irregulares y secretas tensiones internas: el rígido y dividido capitán Penderton, su infiel esposa Leonora, el amante de ésta, el comandante Morris Langdom, su enferma mujer Alison y el criado Anacleto. La presencia del soldado Williams, personaje opaco y controvertido hacia el cual el capitán Penderton experimenta una atracción fuerte que en momentos linda con el odio, y en otros con el amor, catapulta la tensión existente hacia el estallido de la violencia.

|Reseña

La novela tematiza, en muchos aspectos, la mirada hacia el otro, en un lugar que no encuentra la correspondencia, y se concreta en el caso de las miradas que cruzan entre sí, sin encontrarse, el capitán Penderton y el soldado Williams. En la mirada se halla la semilla de unas pasiones jamás resueltas, de una fascinación primaria e inexplicable por el otro, algo innominable que se queda siempre en el mero umbral del deseo. El capitán Penderton persigue en el soldado Williams la sombra de su deseo, antiguo, tormentoso y jamás revelado (salvo para sí mismo) por los hombres, y el soldado Williams, en su ritual voyeurista nocturno hacia la esposa del capitán, Leonora, expresa la fascinación por el sexo femenino, condenado por su padre como peligroso y portador de fatales enfermedades. En el fondo, existe en ambas miradas la misma fijación asombrada por lo desconocido en sus dos vertientes, y despunta en ellas el magma de la sexualidad como amenaza en un contexto rígido y severo como el del ejército, en que se niegan las pasiones pulverizándolas y convirtiéndolas en germen de una violencia que, finalmente y de modo ineludible, se produce.

A estos dos personajes masculinos, portadores de la mirada al tiempo que ejecutores de la violencia, vendrían a oponerse los personajes que no encuentran un espacio propio en ese contexto. Estos personajes son Alison y su criado Anacleto, figuras que parecen hablar un lenguaje completamente distinto al que rige en su ambiente, extrañamente refinados hasta rozar lo hiperbólico, anómalos y errantes, que conocen el pacto tácito que domina la convivencia, el engaño que la fundamenta, y sobreviven aliándose en su exclusión y planeando su huida.

Finalmente, los personajes de Leonora y Morris Langdom son los más desdibujados de la novela. Amantes consentidos, pese a lo irritante de la situación actúan como si fueran ajenos a la realidad que les envuelve; su irresponsabilidad es cobarde y sostiene en cierto modo el engranaje de dolorosa agresividad contenida que planea sobre la historia.

En definitiva, en esta novela aguda y punzante, Carson McCullers presenta la trama de relaciones entre unos personajes bajo los cuales subyace un sustrato de odios e impulsos reprimidos que están llamados a emerger de manera inevitable. Maestra en la creación de atmósferas que apuntan a lo incierto, a lo inquietante, McCullers consigue colocar al lector en una posición de espera ante el desencadenamiento de unos hechos que prevé terribles.

Para citar esta reseña:
López Manrique, Laia (2009), «Carson McCullers. Reflejos en un ojo dorado», Lletra de Dona in Centre Dona i Literatura, Barcelona, Centre Dona i Literatura / Universitat de Barcelona, fecha de consulta. <http://www.ub.edu/cdona/lletra_de_dona/fitxautora/mccullers1.htm&gt;

Escena de Reflections in a golden eye, de John Huston (1967)

Torpe ensayo sobre la noche, para Panfleto Calidoscopio

Por Laia López Manrique


(I)

La vida es un circunloquio, a veces indeseado, que gira siempre sobre los mismos ejes en rotación continua. Lo alto y lo bajo, lo recto y lo curvo, lo claro y lo oscuro, lo seco y lo húmedo, el día y la noche. Entre manojos de experiencia que no se acomodan a categoría alguna, hemos rescatado los nombres de las cosas, los índices torcidos sobre los que nos ubicamos de un traspié, sin apenas notarlo. En la noche se extiende un dominio que creemos acéfalo, que queremos pensar que no tiene reglas más que en la indeterminación que la sustenta. Pero la noche también tiene sus propias reglas. Jugamos la partida a tientas, sabiéndonos desnudos, sabiéndonos conscientes de nuestra inconsciencia al avanzar por las casillas. Cada movimiento en la noche está marcado; pagamos en ella el precio insuficiente que nos pide la vigilia por mantenernos erguidos. Homo faber, homo erectus que tan serenamente se pervierte, creyendo confundirse con las sombras, con las sobras del día que se escapa, y que llama desorden al otro orden que instaura la noche con su tácita mirada de soslayo.
En la Teogonía, Hesíodo llama a la diosa Noche hija del Caos, y reseña su descendencia. De la Noche han nacido Moros, Ker y Tánatos (divinidades asociadas a distintos aspectos de la muerte), Hipno y la tribu de los Sueños, el Vituperio, el Lamento, las Hespérides, las Moiras y las Keres (diosas vengadoras), Némesis (que vela por el orgullo de los hombres, a fin de que no intenten parecerse a los dioses), Ternura, Vejez y Eris (la diosa de la discordia). De semejante linaje se derivan algunos de los rasgos que convencionalmente atribuimos a la noche, ese espacio que se define por ser indefinible, por ensancharse ilimitadamente, por oponerse al día y a su diáfana y pautada silueta.
La noche: el lugar de la metamorfosis, de la escisión, del vértigo; el margen del que se desprende lo posible, lo ignoto. Lugar del peligro y de la vivencia por antonomasia, aquella de la que no damos cuenta sino ante quien realmente nos importa, la que no cabe en un currículum y nos negaríamos a explicarle al vecino de al lado, el mismo que nos encuentra ojerosos y desvencijados en la puerta de la escalera de madrugada, buscando las llaves.
La noche: lodazal, subterfugio, embalse, asilo terrible, cajón de sastre donde caben los deseos de otros mundos, donde cabalgan a la par el insomnio y la bebida, los malos viajes, las riñas, las deflagraciones. Lugar donde reímos, dormimos y follamos y donde también, secretamente, deseamos morir.

(II)

Dice el refrán que por la noche, todos los gatos son pardos. Que lo amorfo encuentra en la noche su refugio lo muestra un breve texto de Sam Shepard, incluido en su libro Crónicas de motel. En él, un hombre va a visitar a su viejo amigo Bill a un apartamento de Nueva York. Tras una conversación anodina, la conversación de dos derrotados, entre tragos de Harvey’s Bristol Cream y caladas de Blue Trues, llega la noche y el narrador se instala en el sofá, dispuesto a dormir. Pero no encuentra el sueño, o, más bien, el sueño no le encuentra a él. En cambio, se aglutina en su mente una masa velada de sensaciones, recuerdos, deseos, sonidos inciertos que vienen de la calle y del pasado (como la magistral confusión, que enuncia el personaje, de «la respiración de una persona que estaba a mi lado con un incendio lejanoi»), y decide salir del piso mientras su amigo duerme. Se dirige a otra casa, la que compartía con una mujer de la que se separó. La encuentra en la cama, agarrotada, replegada sobre sí misma; le habla, pero de ella no sale ninguna frase inteligible. Apenas balbucea, como una niña; empieza a garabatear líneas en un papel, gime muy alto como un animal en receso. Cuando el narrador se aleja de ella, la mujer se incorpora repentinamente, le mira «sin dar la menor señal de tener conciencia de dónde había estado hacía muy poco tiempoi», hace una llamada, habla con normalidad. Nuevamente dueña de sí misma, ha roto la licencia que le dio la noche para regresar al estado anterior, enmarañado, titubeante de quien no gobierna en absoluto sus gestos ni sus acciones.

Porque la noche insiste en lo borroso y lo acentúa. La posición misma del narrador en el texto de Shepard lo deja ver: ajeno al control directo y explícito de las palabras, parece dejarse llevar por el fraseo terco de los hechos que se expresan por sí mismos, marcando el ritmo de la prosa como las agujas acuciantes de un reloj. El narrador se abandona a lo narrado, del mismo modo que la mujer se dejaba llevar por un impulso embrionario, sin rumbo. El narrador, como la sonámbula que aún no ha despertado, registra con su prosa retazos de un orden que todavía no encuentra un único sentido. Está extraviado, como ella, dejado de la mano del lenguaje, extrañado e impuro: escritura que se desliza en la noche y vuelve a ella, que se asombra ante cada cosa que retrata y hace que nosotros también nos asombremos. Porque el yo está ausente y ha perdido sus contornos más visibles, porque su fuerza estriba en la capacidad para lo híbrido, y, como en el refrán, nos enseña la virtud de ver el mundo mezclado, en perpetuo estado de semejanza.

 

(III)

Hay una película de Michelangelo Antonioni que se titula La notte, y exhibe el desmoronamiento de un matrimonio de clase alta, formado por Giovanni Pontano, escritor de cierta fama, y su mujer Lidia (papeles intepretados por Marcello Mastroianni y Jeanne Moreau) a lo largo de un lapso de tiempo que comprende un día completo. El foco de la película, no obstante, se concentra en la noche, como su título indica. Es entonces cuando cobra forma el desmembramiento de la pareja, que acude primero a un night club y después a la fiesta de un rico empresario, en una gran mansión a las afueras de Milán. En la fiesta se gesta el vacío, la incomunicación de la pareja que ni tan siquiera permanece junta, sino que se disgrega, se pierde, se atomiza. La fiesta, plagada de bon vivants y gente bien, la contempla el espectador como una suerte de prerrogativa tediosa que, no obstante, decide totalmente la acción del film: en ella aparecen Valentina (la magnética Monica Vitti), la joven hija del empresario, con quien Giovanni tiene un encuentro, y Roberto, un hombre tosco que seduce parcialmente a Lidia. La película incide en las escenas de desarticulación, de alejamiento, de desidia, mostrándonos a unos personajes angustiados que no parecen querer plantearse el motivo de su angustia. Pero es la noche la que despliega ampliamente su desencanto, la que formula preguntas y otorga respuestas, y la que hace que Lidia, la auténtica heroína, tome una determinación final. La noche (y la fiesta, como su epígono) aparece en la película como un gran teatro de gestualidades amañadas, falsas, que verdaderamente no comunican nada. Todo es mimético, todo está hueco, e incluso el sufrimiento tiene su disfraz. Es revelador en este aspecto el plano en que Lidia observa de espaldas, a través de un cristal, cómo su marido besa a Valentina. Parece como si la mirada misma, vertical y silenciosa, de la cámara sobre el personaje, y del personaje sobre la escena que está contemplando, borrara ya todo rastro de una emoción que, no obstante, se impone por sí misma. La mirada que no interpela a la cámara, la de Lidia, es, sin duda alguna, la mirada del tedio. Podemos imaginarla hastiada, sabedora de la vanidad que rodea al espectáculo al que asiste. Es como si la escena misma, y el personaje en ella, nos dijeran que todo estaba ya previsto, que ni siquiera un hecho como la infidelidad escapa al pronóstico.

Así, la fiesta, que teóricamente tiene como objeto socializar, se pinta en el film como un campo de escisiones, como un lugar en el que todos permanecen solos. Más allá de esa ingenuidad dionisíaca que supone la fusión de los cuerpos en un espacio único, distendido, está el verdadero rostro de lo lúdico, que implica que todo, dentro de su mismo marco, es un simple drama cuyos actos y desenlace estaban ya decididos de antemano. Es, en realidad, una perspectiva desoladora sobre la vida ociosa, de que tanto nos preciamos como recompensa a nuestro quehacer diario, la que nos ofrece Antonioni en La notte. Las primeras luces del día sellan la desunión definitiva; tras el paréntesis nocturno, algo ha quedado claro: Lidia ya no quiere a Giovanni, y así se lo hace saber al marcharse de la mansión. Él se aferra inútil, cobardemente a ella a través del sexo. Pero nosotros, espectadores, lo sabemos: todo se ha resuelto, y la noche ya ha cumplido su cometido.

(IV)

Verrà la morte e avrà i tuoi occhi es el último poemario de Cesare Pavese, escrito en 1950, el año en que se suicidó. El breve poemario estaba dedicado a Connie Dowling, la actriz norteamericana de la que el escritor se enamoró y que rechazó su propuesta de matrimonio, y fue encontrado en la habitación del Albergo Roma donde Pavese se quitó la vida. Toda la serie se estructura alrededor de una gama de imágenes y de comparaciones, despojadas, limpias y de gran carga simbólica, referentes a la figura de la amada, que la ponen en relación con lo sustancial, con los elementos esenciales, y a menudo opuestos, que componen el tránsito mundano, en el ejercicio pendular de una escritura que se agarra a la vida a la vez que la niega. La amada es comparada, simultáneamente, con la vida y la muerte, con la tierra, la raíz, la luz y la mañana, y también con la noche. Así, el poema The night you slept comienza con los versos «También la noche se te asemeja», donde la noche, identificada con la figura femenina, comprime todos los significados asociados a la desesperación de una vida que espera, a la vez, una redención posible, cifrada en la imagen del alba. Contra el «vicio absurdo», en palabras de Pavese, de mantenernos vivos, la noche/ el otro nos devuelven la promesa de una desaparición necesaria, y, al mismo tiempo, está en el otro también (y, por tanto, en la noche) la única salvación en que se puede confiar: la llegada del alba, el lugar del deseo, de la victoria sobre la angustia. Porque en un tiempo anterior el sujeto poético, a quien el poema se refiere apenas como a un “alguien” (borrados ya todos sus trazos de presencia, de identidad) fue también el alba, pero ha caído. La vida y la muerte son, ahora, propiedad y reducto únicamente del otro; nada pertenece ya al sujeto que enuncia, que se ve arrastrado por los signos que descifra en el otro, que se debate entre ellos, que oscila siempre. La noche apresa los contrarios, y el poema es una austera cadena de variaciones sobre la semejanza entre la noche y la amada, entre la amada y la vida y la muerte. Porque la noche, como la amada, es el gran oxímoron que desmorona y alienta a un tiempo, que puede salvarnos al tiempo que dispara la bala que nos aniquila. En el caso del poemario de Pavese, el peso final se desploma del lado de la muerte, que coincidirá, también, con la muerte real del poeta; como regurgita o anuncia la última estrofa del último poema de la serie, Last blues, to be read some day: «Alguien murió / hace mucho tiempo /alguien que intentó, / pero no supo».

 

(Aparecido en el número especial de verano de Calidoscopio Panfleto Cultural «Taxi-hotel», julio-agosto de 2009)

Reseña del libro Filosofía y poesía de María Zambrano, para Lletra de Dona (Centre Dona i Literatura, Universitat de Barcelona)

Por Laia López Manrique

María Zambrano, Filosofía y poesía (ensayo)

Madrid: Fondo de Cultura Económica, 2001

ISBN: 8-437-50501-1

1ª edición | Filosofía y poesía, 1939

|Biografía
María Zambrano nació en Málaga en 1904 y falleció en Madrid en 1991. Estudió filosofía en Madrid, donde fue discípula de Ortega y Gasset y de Xavier Zubiri. Tras la guerra civil se exilió en México, y residió también en Cuba, Puerto Rico, Roma y Suiza, impartiendo clases en varias universidades. Regresó definitivamente a España en 1982 y recibió el Premio Cervantes en 1988. Es autora de una prolífica obra en la cual destacan títulos tan significativos como Hacia un saber sobre el alma, El hombre y lo divino, La agonía de Europa o De la aurora.

|Sinopsis

En este libro, María Zambrano aborda la relación entre el pensamiento filosófico y la poesía a lo largo de la historia cultural de Occidente, cuyo origen sitúa en Grecia. A partir de la condenación platónica de los poetas en La República, filosofía y poesía discurren separadas como formas de racionalidad y de discurso paralelas cuyo fondo magmático es similar, pero con dispares trayectorias, proyectos y caminos. La apuesta de Zambrano pasa por una voluntad de conciliación entre pensamiento y poesía, el hallazgo de un logos mediador que aproxime la palabra filosófica a la palabra poética, y que encuentra en el propio estilo literario de la autora un vehículo perfecto de expresión.

|Reseña

María Zambrano trata de dilucidar la génesis común de la filosofía y la poesía, y la halla en una idéntica actitud primera ante el mundo: la admiración ante las cosas, el «pasmo extático» ante lo real. Posteriormente, según la autora, filosofía y poesía toman dos caminos divergentes; mientras que la filosofía se eleva a la conquista del saber por la abstracción, la poesía queda atada a las cosas, a las apariencias, a lo múltiple. La filosofía se desprende del plano de la realidad para dar con la verdad y la trascendencia. En cambio, el poeta queda aferrado a la materialidad de las cosas y no encuentra la verdad a través de la búsqueda, sino a partir de la gracia o la revelación; de alguna manera, la verdad le es concedida sin haber de perseguirla. De este modo, filosofía y poesía suponen dos tipos de racionalidad y dos actitudes distintas ante el mundo: la del filósofo y la del poeta.

La filosofía supone asimismo, para el individuo particular, un camino ascético basado en la razón, en el cuidado de sí mismo y la renuncia a la vida, la «preparación para la muerte» proyectada por Platón en su diálogo Fedón. La poesía, en cambio, queda al servicio de la embriaguez, de la entrega total a la carne, al tiempo y a las formas mortales de las que la filosofía huye. A lo largo de la obra, Zambrano examina, de igual forma, las relaciones de la poesía con diferentes disciplinas o ramas dentro de la filosofía, como la ética y la metafísica moderna, así como el vínculo específico que une a la poesía con la mística, tema de interés y fijación particular de la autora.

La apuesta concreta de Zambrano pasa por el acercamiento entre la palabra filosófica y la poética, que encuentra parcialmente esbozada en algunos trazos del pensamiento contemporáneo. No obstante, es en el propio tono y uso del lenguaje de la obra donde podemos vislumbrar mejor su propuesta; un lenguaje que trata los problemas de la tradición filosófica dejando que la verdad se revele por sí misma, aflore a la superficie, cobre forma, sin un cariz dialéctico, sin polemizar con los autores, sino dibujando lentamente un camino, una huella, donde se abren nuevas posibilidades al pensar.

|Bibliografía crítica

Revilla, Carmen (Ed.), Claves de la razón poética, Madrid, Trotta, 1998.

Rocha, Teresa, María Zambrano: la razón poética o la filosofía, Madrid, Tecnos, 1998.

Para citar esta reseña: López Manrique, Laia (2009), «María Zambrano. Filosofía y poesía», Lletra de Dona in Centre Dona i Literatura, Barcelona, Centre Dona i Literatura / Universitat de Barcelona, fecha de consulta. <http://www.ub.edu/cdona/lletra_de_dona/fitxautora/zambrano.htm&gt;

"En la poesía encontramos directamente al hombre concreto, individual. En la filosofía al hombre en su historia universal, en su querer ser." (María Zambrano)