El deseo de la palabra
por Isabel Mercadé
Desde el origen del mundo, o por lo menos desde los orígenes bíblicos, la mujer ocupa en el inconsciente colectivo el lugar de lo torcido. Y es precisamente ese lugar el que ahora conscientemente elige Laia López Manrique: “Elegí hablar desde una fractura, desde lo torcido”, porque también eso, hablar, es lo que la autora ha decidido, a pesar de esa ofrenda inicial: “Todo este silencio es una ofrenda./Un reflejo./Estoy viviendo una vida que no me pertenece.”, silencio que no es exactamente el suyo, o no solamente, sino el acumulado involuntariamente por un género durante siglos. Y López Manrique lo hace, habla a través de unas imágenes impecables y precisas que casi alcanzan aquello que, según Wittgenstein, puesto que no era posible decirlo, valía más callar, y que Lacan llamó lo Real. Imágenes, pues, que golpean el inconsciente hasta abrir o encontrar esa fractura, esa brecha necesaria para recuperar un atisbo de significado.
Si Lacan lo llamó lo Real, López Manrique, siguiendo la estela junguiana, lo llama la Sombra. Y con ese nombre rinde homenaje en la segunda parte del libro a aquellas que anteriormente intentaron, aunque fuera fracasando (pero ya sabemos, como advirtió otro experto en silencios, que no era tanto el triunfo, sino el fracasar mejor lo que podíamos perseguir con cada nuevo intento), encontrar ese resquicio desde el que articular algo más que un balbuceo.
Ese homenaje no se da solo en la segunda parte, “A las que abrieron la sombra”, sino que también la primera, “La mujer cíclica”, constituye un tributo a las voces que han intentado ese fracasar mejor y que, reconoce la autora, se encuentran en ella del mismo modo que pueblan a todos y cada uno de los yoes que conforman al personaje múltiple y fragmentario que somos, perdida desde hace ya décadas la ilusión de una individualidad unívoca.
Pero el libro de López Manrique no es solo un homenaje, es, sobre todo, un poemario iniciático, la historia de una iniciación femenina en todo aquello que como tal le concierne: la infancia: “Cuando digo «infancia» mi cuerpo ya no tiembla, mis garras no se encogen”, la identidad: “Apenas. Ser lo (…). Criatura que no llena un sintagma, que solo araña sus esquinas.”, el amor: “Y sin embargo, el amor a través de ti quiso ser carne. Tacto hacinado. (…) Eso es mi amor. El amor de los traidores y de los suicidas.”, el deseo: “La noche me invita a bajar la escalera babélica del deseo. Soy torpe. (…) Qué suerte que los zapatos no son de cristal.”, el cuerpo: “Eres la multiplicación de un cuerpo de la infancia en ti coinciden los ángulos las quiebras el derrame que retuve no sin dolor no sin rabia”, las palabras: “En la casa había una herida abierta. Un surtidor. De allí recogí las palabras para hacer más visible la grieta que me funda.”, la voz: “comprender la voz y no lo que se escribe”, la escritura: “Lo que me asusta no es callar, es no saber encontrar la palabra que atenaza mi deseo”.
En ese recorrido, la autora ofrece un dominio sorprendente de la imagen, la metáfora, la metonimia, el ritmo, las repeticiones, todos los recursos literarios de que se sirve para alcanzar esa difícil fluidez de la escritura tras la que se oculta –el lector más avisado lo sabe- un enorme trabajo de elaboración y reelaboración. Y el resultado es esa precisión punzante, esa voz poética que dice, y dice tan bien, la condición femenina.
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