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Mujeres en tiempos de oscuridad, III: Unica Zürn o el trazado infinito

Notas sobre El hombre jazmín. Impresiones de una enfermedad mental. (Madrid, Siruela, 2004)

(I)

Hay autores a los que no leemos sin experimentar una profunda conmoción. Que, al leerlos, sentimos que también, de algún modo, nos escriben. Que en el mismo filo del cuchillo con que apuntalan su piel está la nuestra, dispuesta a ser atravesada.

Tal vez sea esa experiencia (a la que podríamos llamar vértigo, ante la incapacidad de encontrar otro nombre para designarla: aquí, con independencia de su validez, el mito del reconocimiento ya no sirve) la que da un sentido y un alcance nuevo al acto de la lectura. Una experiencia que nos reúne con la horizontalidad de la noche, con el otro orden que es el que Freud decía que existe en el texto de los sueños. Es esa clase de lectura la que consiente en la transformación necesaria que pasa por abrir canales, allí donde amenaza con cortarse el pulso. Donde asoma, espléndida en su carnal llamamiento, la fascinación.

Leer El hombre jazmín de Unica Zürn (Berlín, 1916-París, 1970) es crudo y difícil. Se parece a mutilarse y palpar la sangre en el espacio vacío de la herida. ¿Qué había allí antes de herirme? Había presencia. Después de Unica, quedan las sensaciones hechas de palabras contractas y la certeza de que esas palabras podrían no existir, de que no son más que la expresión de nuestra incapacidad para esparcirnos, para ilimitarnos. Las palabras como corpúsculos que atrapan lo que las cosas no son, porque las cosas, de suyo y en la mente o distrofia que a menudo las cruza, no están separadas. Están en contacto unas con otras; hierven juntas en la cinta que las arrastra.

En Unica Zürn todo es parataxis, todo se suma. Las ideas se montan, se conducen entre sí en una cadena incontable, con dolorosa naturalidad. No hay subordinación entre ellas, hay pura correspondencia: esto significa esto otro. Las palabras y las cosas son índices que apuntan hacia un mismo lugar: el yo henchido y lacerado de quien narra. En esa línea está inscrita la propia historia de Unica, la que cuenta en El hombre jazmín: la historia de su deriva, de sus sucesivas crisis esquizofrénicas y sus internamientos.

(II)

¿Quién es el hombre jazmín? Es la presencia brumosa que controla los pensamientos de Unica, aquel a quien ella se enlaza fielmente desde la infancia. El hombre jazmín es la voz que le habla, dirige sus actos, le conmina a interpretar las cosas de diversa manera. A veces, el hombre jazmín cristaliza en hombres concretos con los que ella se va encontrando: el artista Hans Bellmer, el poeta Henri Michaux, dos figuras clave en su vida personal y artística. Unica lo imagina como un gigante de tres metros de estatura y ojos azules. Es paralítico, como lo será Bellmer cuando contemple estupefacto el suicidio de Unica en su casa de París.

El hombre jazmín es también la expresión de un deseo: el de escapar de la prosa de la realidad , de su agua insuficiente. Recoge la frustración de la niña que, a los seis años, tiene un sueño magnífico en el cual era capaz de atravesar un espejo, como quien abre una puerta, y descubre al despertar, para su horror, que detrás del espejo no hay nada. El hombre jazmín se presenta, entonces, como “infinito consuelo”. Salva a la niña de esa desproporción entre sueño y realidad a través del don de la locura. También la salva del juicio ajeno, del daño que inflingen los otros, encapsulándola. “Si está loca, le será posible divertirse sola. Las ideas más hermosas e inconcebibles empiezan a florecer como el jazmín”, dice. El hombre jazmín es, entonces, germinación, generación, vida. También es un principio de pasividad, de lo que crece a través de ella. A lo que ella se encuentra indefectiblemente sometida y de lo que, sin embargo, está a su vez enamorada.

La locura dará, pues, también a Unica las herramientas de su poesía, de su obra: la alucinación y la búsqueda del significado infinito. De hecho, el relato de El hombre jazmín puede ser leído como la restauración de una identidad a través de una larga sucesión de alucinaciones y su contrapunto imperfecto, la otra (indeseada) realidad. Para Unica, la alucinación es belleza. El dolor está en la respuesta del mundo, incapaz de amoldarse a esa experiencia. Bajar al mundo después del delirio constituye el más absoluto desengaño. Y, con el tiempo, este desengaño comenzará a ser más y más pesado, hasta ocupar un lugar demasiado grande.

(III)

El manicomio es el lugar donde los síntomas de vida son limados, reducidos al máximo aplanamiento. Según la célebre formulación de Leopoldo María Panero en una entrevista, «el loco que entra en el manicomio hablando de la virgen sale de ahí no diciendo absolutamente nada”.

Durante su estancia en Wittenau, el primer psiquiátrico donde es ingresada por voluntad propia tras una detención de la policía, Unica Zürn descubre, al observar a las demás pacientes, el valor de la experiencia compartida de la locura. Con esto cae la fascinación, tras la envoltura que hay más allá, que son los otros: “las ideas de los locos”, sostendrá decepcionada, “se parecen todas”. A través del choque con este hecho se desata para Unica el proceso de desencantamiento: se da cuenta de la indisociabilidad entre la respuesta del mundo y su enorme, sobredimensionada, espera: “¿Qué ha esperado ella toda su vida con tanto afán?¿Qué ha esperado?”. Escribe: “La libération de l’esperance est la libération totale». Y llega la apatía, el infierno de la ausencia de deseos. El horror y la compasión, la tristeza al ver a las demás mujeres, cada una de ellas encerrada en sí misma. No le permiten salir de Wittenau, cuando se siente ya preparada para volver a vivir, para volver a escribir y dibujar, e intenta suicidarse cortándose con el trozo de una botella rota. No lo logra. Sin embargo, a partir de ese momento, percibe la que será la ley de su enfermedad: el ascenso y el descenso, la euforia y la depresión, una montaña rusa en movimiento constante. El medicamento gana la batalla a la alucinación y la deja exhausta, paralizada. La detiene.


(IV)

En Unica Zürn se da un curioso y significativo desplazamiento: ella sitúa la función rectora no en la mente sino en el plexo solar, la parte del cuerpo localizada entre el ombligo y el corazón, que actúa como centro de las emociones. Es la zona que se activa cuando se encuentra ante algo que la altera o la excita, cuando le ocurre o intuye la llegada de algo importante: “Su plexo solar empezó a caldearse y a lucir cuando ella conoció determinada música, literatura, personas, objetos de arte, todo aquello que es necesario para construirse el reino interior a lo largo de su vida». Y precisamente en la última alucinación con que la obsequia el hombre jazmín antes de desaparecer para siempre, ella, transformada en un escorpión, se da muerte clavando su propio aguijón sobre el plexo solar. De esta manera, Unica deviene huérfana. Cree que nunca más volverá a percibir la vibración de la vida, las respuestas que se esconden en ese ángulo de su cuerpo. Que, en definitiva, dejará de sentir.

(V)

Unica Zürn no pide palabras. Pide el dibujo infinito, la trama que nunca termina. Lo dice en El hombre jazmín: “yo deseaba seguir dibujando más allá de los límites del papel, hasta el infinito…” No hay saciedad para un deseo tan grande. No queda espacio, ni aire respirable.

Ese deseo expresa, en parte, la seducción de la locura. Es el mismo deseo que describe Robert Walser cuando habla de Hölderlin en uno de los textos que componen el libro Vida de poeta: la tentación de la libertad total, de radical soledad que se convierte en amenaza cuando escapa a la voluntad del individuo, la sobrepasa. Y encuentra siempre el obstáculo del desequilibrio, la separación que la vida impone y la mirada de los otros condensa.

Las palabras son un nudo precario. Antonin Artaud, otro artista que sufrió el azote del encierro psiquiátrico, sostuvo que “no ha quedado demostrado, ni mucho menos, que el lenguaje de las palabras sea el mejor posible». Unica percibe que solo en su reverso late algo remotamente parecido a una verdad: la sugerencia. Lo que de hecho las palabras no dicen, a lo que apenas apuntan o tal vez vaticinan. Eso es el anagrama, la construcción que se halla oculta detrás de una frase, de un verso cualquiera. La concesión de la forma, que es la capacidad humana para destruirla y reordenarla.

Unica descubre, tanto en su poesía anagramática como en sus extraños y rizomáticos dibujos, las otras formas que habitan detrás de la forma. Las transfigura. Las busca incansablemente, hasta el agotamiento. La permutación como juego muestra la capacidad de modificar, de crear, arrastrando todo aquello que Unica esculpe a través del lenguaje. En ese esfuerzo sin límite no hay, una vez más, asomo de mesura. Por eso es arriesgado. Ella misma percibe, en su entrega al acto de la creación, en esa búsqueda voraz, el peligro. Y, sin embargo, en la obra está también la posibilidad de franquear la puerta que conduce a otro sitio. “Tener sueños, sin la facultad de plasmarlos en una obra”, es la limitación que impone la feminidad, de la cual Unica es consciente, y, cabe recordarlo, es también la marca que Michel Foucault atribuía a la locura, a la que distinguía como “ausencia de obra”, es decir, la imposibilidad del sujeto de autoproducirse en algo externo. Y esto se da, principalmente, a causa de la negación a aceptar la produccion del loco como obra, porque, en la actual construcción social, la locura es la frontera que define lo que es y no es la cultura. La locura así no deja de ser entendida como periferia de la razón, como privación o exceso, pero, en cualquier caso, como alteridad. Esto al margen de que el loco cree o no una obra, pues si su obra se integra en la órbita cultural ya no es considerada como tal, sino más bien como la “obra del loco”. Ahí reside el estigma y la barrera que niega, no ya la inclusión, sino el replanteamiento de qué sea la locura y la posición desde la cual se define y se trata.

(VI)

Cuando se plantea escribir la historia de su enfermedad, Unica Zürn advierte el zumbido que insinúa una posible recaída. Intuye que esa escritura significa dejar de tomar contacto con el mundo, aislarse de nuevo para descender después de la euforia hacia el medicamento, los cuartos grises, cerrados, la compañía de enfermeras y psiquiatras. Es la espiral en la que entró desde su primera reclusión en Wittenau, después en Sante Anne, después en Le Fond: espiral de desposesión y desencanto, que va reiteradamente de la ingravidez al peso insoportable. Y, sin embargo, se empeña en escribir el manuscrito, lo hace, lo termina. De ahí brota El hombre jazmín, esa peculiar inmersión textual en el delirio, en la fuente oscura y luminosa de una mente extraordinaria.

Como el escorpión que se hiere a sí mismo, como la inversión y equivalencia de la figura del 6 y el 9 en la que tanto insiste Unica (el 6 es el número de la muerte, el 9 el de la vida), asistimos en el El hombre jazmín al despliegue de una subjetividad que se busca en la curva, en el borde, en el mayor peligro. Circularidad, yuxtaposición y presagio son los índices que, en el relato, actúan como marcas de la nula linealidad del pensamiento, de la nula linealidad de la propia existencia. El hombre jazmín no es solo texto, es un lugar donde todo es retorno, donde el yo de Unica Zürn se desliza para encontrarse en el propio (espinoso) camino de la escritura, y que se cierra con una última pregunta, seguramente sin respuesta: “¿es esto una salvación?”.

Leer el artículo en Calidoscopio ( número de febrero-marzo de 2011)

De la experiencia del dolor como límite de la literatura

Por Laia López Manrique

Cesare Pavese detiene la escritura de su diario, Il mestiere di vivere, el día 18 de agosto de 1950. Escribe, en concreto: «No palabras. Un gesto. No escribiré más».Habla, pues, de poner fin a la escritura a través de un gesto: el del suicidio. El gesto, en cuanto acontecimiento que se resuelve en lo inmediato, va a ser lo que se contraponga a la escritura como experiencia de suspensión de lo temporal. El gesto es lo que puede recolocar el orden práctico, restaurar la potestad de lo real en contra de las reservas de lo humano; es esa interrupción de la mano que ya no quiere dar «poesía a los hombres», es la renuncia a la exigencia de escribir que viene mediada por una experiencia, la del sufrimiento, que opera como escolio más allá del cual la escritura ya no es posible.
La meditación pavesiana acerca de la experiencia del sufrimiento es amplia y abarca buena parte de las páginas de su diario. El sufrimiento es percibido por el escritor como una experiencia capaz de anular o suplantar al resto de experiencias. Como la escritura, que sucumbe al deseo de borrar las demarcaciones del tiempo externo, el dolor es duración pura, intensidad sin perspectiva de cierre: «vive en el tiempo, es lo mismo que el tiempo», es decir, constituye una forma distinta de experimentar la temporalidad: una temporalidad sin sucesos, sin huellas, sin gestos. El dolor es otra cáscara en la que la realidad natural se envuelve; es fiero y no tiene, por sí mismo, sentido alguno. Sólo la capacidad moral puede «darle al propio sufrimiento un significado»,esto es, convertirlo en algo inteligible, susceptible de ser pensado y valorado. Porque el dolor no es una figura del lenguaje, sino una fuerza que queda lejos de su alcance y de la cual, sin embargo, es posible extraer poesía, aunque eso sea la consecuencia considerada por Pavese «más deficiente» de la aceptación del sufrimiento.

Pues la poesía ha de partir, necesariamente, de una posición de distancia irónica respecto de la abigarrada mezcolanza de los estados de ánimo. Lo dice Pavese en una entrada del 20 de abril de 1936: «Un poeta se complace en hundirse en un estado de ánimo y se lo disfruta, ésta es su huida de lo trágico. Pero un poeta no debería nunca olvidar que un estado de ánimo todavía no es nada para él, que lo que cuenta para él es la poesía futura. Este esfuerzo de frialdad utilitaria es su tragedia».Porque, si es posible sacar poesía del sufrimiento, esto no se hará sino a costa de pagar un precio muy alto. La tragedia de quien escribe a costa del dolor, separándose de él a través de la resbaladiza pátina del lenguaje, es revelar, a través de esa separación, que en el orden de los acontecimientos, ésta resulta fácticamente imposible. La antinomia es del todo irresoluble, puesto que el dolor mismo tiende a entumecer la vida, a disecarla, a irla negando progresivamente. La tragedia es, por tanto, el acto de dislocar lo que de suyo ya está torcido: a sabiendas de que el sufrimiento es estéril, de que no se puede sustituir por nada, puesto que él mismo es capaz de ahuecar cualquier otra cosa, regresar a él para escribir es una partida perdida, jugada casi a ciegas. Porque si la experiencia de la soledad es resorte de la escritura, el dolor no puede ser sino su límite cenagoso. Cuando el dolor alcanza el punto muerto más allá del cual nada es ya soportable, la renuncia a la escritura puede imponerse con la misma necesidad imperiosa con la que se produjo su venida. Pues la construcción de otra realidad por la literatura siempre ha de tropezar con el contorno irregular de un acaecer que es siempre más poderoso que la literatura misma. Lo dice el escritor mismo el 25 de octubre de 1938: mal que nos pese, «la fantasía humana es inmensamente más pobre que la realidad». Ahí es donde radica, justamente, el hecho trágico, que se cifra en la imposición de un destino, ajeno ya a lo literario, aunque la literatura haya sido el tránsito que lo haya sacado a la luz, exponiéndolo.


De este modo, el empleo de la distancia irónica respecto de los acontecimientos vitales, que están, verdaderamente, en pugna continua con la literatura, no garantiza, ni mucho menos, la impermeabilidad de quien escribe respecto de su potencia y de su alcance. El ejercicio de la literatura, del que hace profesión Pavese, y su imprescindible resonancia pública, no son suficientes ante la mirada del más severo juez con quien se enfrenta en el diario, que no es otro que Pavese mismo. Pues si lo que se escribe cristaliza como algo que escapa al empuje del tiempo de la vida, conformando un bloque sólido, marmóreo –que tendría que ver, a grandes rasgos, con la idea pavesiana del mito como reelaboración y fijación del recuerdo–, quien escribe también corre el riesgo de querer fijarse en la escritura, de satisfacerse en escribir para «estar como muerto, para hablar desde fuera del tiempo, para convertirte para todos en un recuerdo». Aquí asoma, una vez más, la relación problemática entre literatura y vida y sus peligros: hacer que equivalgan entre sí supone un acto de desmesura que, como en los textos trágicos, tendrá su contrapartida punitiva. O lo que es lo mismo: quien escribe no puede confundirse con lo escrito, ha de respetar el hiato que media entre el verbo escribir y la partícula reflexiva que le acompaña. La lección de técnica literaria que se ha de colegir de los acontecimientos de la vida no puede suponer al fin, a ojos del mismo Pavese, la reducción de la vida a la propia producción textual. En ello estriba la sensación de fracaso, la censura hacia sí mismo, que hace Pavese cuando se acusa de escribir para estar como muerto: lo que se escribe, como la obra, ha dejado de pertenecer a quien lo escribe una vez que es lanzado al mundo, eximido ya de las limitaciones que le dieron cuerpo y forma. Por ello, uno dejaría de pertenecerse a sí mismo si interpretara su propia vida confundida con lo que ha escrito. Si esto ocurre, la amenaza del extravío es máxima, y la amenaza de la insatisfacción, pujante. La escritura del diario mismo puede ser vista, en este sentido, como un conato de restauración de una relación del escritor consigo mismo, tal y como apunta Maurice Blanchot en El espacio literario, cuando ha presentido ya el riesgo de que su vida pueda quedar apresada o mimetizada con la obra que escribe. No obstante, el diario es también, y por encima de todo, escritura: por lo tanto, es mediación, es selección, es sentido e interpretación. No puede devolver a quien escribe en absoluto el contacto directo con la vida. Porque, además, ese pretendido contacto de tipo primigenio no parece posible: remite siempre a un pasado, el de la infancia, en el que la literatura ya estaba, de algún modo, presente, si pensamos que en la infancia la relación directa no se daba con las cosas, sino con sus signos, tomados ya como una realidad y no como una invención, tal y como recoge Pavese en una entrada de su diario correspondiente al 31 de agosto de 1942.

El doble envés con que hiere la relación dialéctica entre la vida y la literatura resulta, en este punto, inapelable, si se contempla desde esta perspectiva. Porque todo parece llevar a ese callejón sin salida que es la necesidad misma: la angustia se asienta, sobretodo, en el hecho de haber tenido que desprenderse del mundo, de haber necesitado la literatura, el mito, la fabulación, el relato, la poesía. De haber vivido, en suma, puesto que la construcción, la narración, los signos, nos persiguen desde la infancia y son los que otorgan medida y volumen a un mundo, de otro modo, inhabitable e ignoto. La circularidad del trayecto sólo puede saldarse, en este aspecto, con el abandono, que en el caso de Pavese redunda en el abandono de la obra acompañado por el abandono de la propia vida. El gesto sólo derrota al signo, en este caso, casi en el esbozo de una huida, como el cese de una experiencia del dolor que no puede ser ya, de otro modo, frenado. Pero el puro gesto, como sabía Pavese, también instaura la posibilidad del sentido, al hendirse en mitad de una vida tosca, capciosa, que puede cobrar así, también, el relieve esclarecedor de su propia realización.

(Publicado originalmente en el número de noviembre de 2009 de  Panfleto Calidoscopio)