Por Laia López Manrique

Cesare Pavese detiene la escritura de su diario, Il mestiere di vivere, el día 18 de agosto de 1950. Escribe, en concreto: «No palabras. Un gesto. No escribiré más».Habla, pues, de poner fin a la escritura a través de un gesto: el del suicidio. El gesto, en cuanto acontecimiento que se resuelve en lo inmediato, va a ser lo que se contraponga a la escritura como experiencia de suspensión de lo temporal. El gesto es lo que puede recolocar el orden práctico, restaurar la potestad de lo real en contra de las reservas de lo humano; es esa interrupción de la mano que ya no quiere dar «poesía a los hombres», es la renuncia a la exigencia de escribir que viene mediada por una experiencia, la del sufrimiento, que opera como escolio más allá del cual la escritura ya no es posible.
La meditación pavesiana acerca de la experiencia del sufrimiento es amplia y abarca buena parte de las páginas de su diario. El sufrimiento es percibido por el escritor como una experiencia capaz de anular o suplantar al resto de experiencias. Como la escritura, que sucumbe al deseo de borrar las demarcaciones del tiempo externo, el dolor es duración pura, intensidad sin perspectiva de cierre: «vive en el tiempo, es lo mismo que el tiempo», es decir, constituye una forma distinta de experimentar la temporalidad: una temporalidad sin sucesos, sin huellas, sin gestos. El dolor es otra cáscara en la que la realidad natural se envuelve; es fiero y no tiene, por sí mismo, sentido alguno. Sólo la capacidad moral puede «darle al propio sufrimiento un significado»,esto es, convertirlo en algo inteligible, susceptible de ser pensado y valorado. Porque el dolor no es una figura del lenguaje, sino una fuerza que queda lejos de su alcance y de la cual, sin embargo, es posible extraer poesía, aunque eso sea la consecuencia considerada por Pavese «más deficiente» de la aceptación del sufrimiento.
Pues la poesía ha de partir, necesariamente, de una posición de distancia irónica respecto de la abigarrada mezcolanza de los estados de ánimo. Lo dice Pavese en una entrada del 20 de abril de 1936: «Un poeta se complace en hundirse en un estado de ánimo y se lo disfruta, ésta es su huida de lo trágico. Pero un poeta no debería nunca olvidar que un estado de ánimo todavía no es nada para él, que lo que cuenta para él es la poesía futura. Este esfuerzo de frialdad utilitaria es su tragedia».Porque, si es posible sacar poesía del sufrimiento, esto no se hará sino a costa de pagar un precio muy alto. La tragedia de quien escribe a costa del dolor, separándose de él a través de la resbaladiza pátina del lenguaje, es revelar, a través de esa separación, que en el orden de los acontecimientos, ésta resulta fácticamente imposible. La antinomia es del todo irresoluble, puesto que el dolor mismo tiende a entumecer la vida, a disecarla, a irla negando progresivamente. La tragedia es, por tanto, el acto de dislocar lo que de suyo ya está torcido: a sabiendas de que el sufrimiento es estéril, de que no se puede sustituir por nada, puesto que él mismo es capaz de ahuecar cualquier otra cosa, regresar a él para escribir es una partida perdida, jugada casi a ciegas. Porque si la experiencia de la soledad es resorte de la escritura, el dolor no puede ser sino su límite cenagoso. Cuando el dolor alcanza el punto muerto más allá del cual nada es ya soportable, la renuncia a la escritura puede imponerse con la misma necesidad imperiosa con la que se produjo su venida. Pues la construcción de otra realidad por la literatura siempre ha de tropezar con el contorno irregular de un acaecer que es siempre más poderoso que la literatura misma. Lo dice el escritor mismo el 25 de octubre de 1938: mal que nos pese, «la fantasía humana es inmensamente más pobre que la realidad». Ahí es donde radica, justamente, el hecho trágico, que se cifra en la imposición de un destino, ajeno ya a lo literario, aunque la literatura haya sido el tránsito que lo haya sacado a la luz, exponiéndolo.

De este modo, el empleo de la distancia irónica respecto de los acontecimientos vitales, que están, verdaderamente, en pugna continua con la literatura, no garantiza, ni mucho menos, la impermeabilidad de quien escribe respecto de su potencia y de su alcance. El ejercicio de la literatura, del que hace profesión Pavese, y su imprescindible resonancia pública, no son suficientes ante la mirada del más severo juez con quien se enfrenta en el diario, que no es otro que Pavese mismo. Pues si lo que se escribe cristaliza como algo que escapa al empuje del tiempo de la vida, conformando un bloque sólido, marmóreo –que tendría que ver, a grandes rasgos, con la idea pavesiana del mito como reelaboración y fijación del recuerdo–, quien escribe también corre el riesgo de querer fijarse en la escritura, de satisfacerse en escribir para «estar como muerto, para hablar desde fuera del tiempo, para convertirte para todos en un recuerdo». Aquí asoma, una vez más, la relación problemática entre literatura y vida y sus peligros: hacer que equivalgan entre sí supone un acto de desmesura que, como en los textos trágicos, tendrá su contrapartida punitiva. O lo que es lo mismo: quien escribe no puede confundirse con lo escrito, ha de respetar el hiato que media entre el verbo escribir y la partícula reflexiva que le acompaña. La lección de técnica literaria que se ha de colegir de los acontecimientos de la vida no puede suponer al fin, a ojos del mismo Pavese, la reducción de la vida a la propia producción textual. En ello estriba la sensación de fracaso, la censura hacia sí mismo, que hace Pavese cuando se acusa de escribir para estar como muerto: lo que se escribe, como la obra, ha dejado de pertenecer a quien lo escribe una vez que es lanzado al mundo, eximido ya de las limitaciones que le dieron cuerpo y forma. Por ello, uno dejaría de pertenecerse a sí mismo si interpretara su propia vida confundida con lo que ha escrito. Si esto ocurre, la amenaza del extravío es máxima, y la amenaza de la insatisfacción, pujante. La escritura del diario mismo puede ser vista, en este sentido, como un conato de restauración de una relación del escritor consigo mismo, tal y como apunta Maurice Blanchot en El espacio literario, cuando ha presentido ya el riesgo de que su vida pueda quedar apresada o mimetizada con la obra que escribe. No obstante, el diario es también, y por encima de todo, escritura: por lo tanto, es mediación, es selección, es sentido e interpretación. No puede devolver a quien escribe en absoluto el contacto directo con la vida. Porque, además, ese pretendido contacto de tipo primigenio no parece posible: remite siempre a un pasado, el de la infancia, en el que la literatura ya estaba, de algún modo, presente, si pensamos que en la infancia la relación directa no se daba con las cosas, sino con sus signos, tomados ya como una realidad y no como una invención, tal y como recoge Pavese en una entrada de su diario correspondiente al 31 de agosto de 1942.
El doble envés con que hiere la relación dialéctica entre la vida y la literatura resulta, en este punto, inapelable, si se contempla desde esta perspectiva. Porque todo parece llevar a ese callejón sin salida que es la necesidad misma: la angustia se asienta, sobretodo, en el hecho de haber tenido que desprenderse del mundo, de haber necesitado la literatura, el mito, la fabulación, el relato, la poesía. De haber vivido, en suma, puesto que la construcción, la narración, los signos, nos persiguen desde la infancia y son los que otorgan medida y volumen a un mundo, de otro modo, inhabitable e ignoto. La circularidad del trayecto sólo puede saldarse, en este aspecto, con el abandono, que en el caso de Pavese redunda en el abandono de la obra acompañado por el abandono de la propia vida. El gesto sólo derrota al signo, en este caso, casi en el esbozo de una huida, como el cese de una experiencia del dolor que no puede ser ya, de otro modo, frenado. Pero el puro gesto, como sabía Pavese, también instaura la posibilidad del sentido, al hendirse en mitad de una vida tosca, capciosa, que puede cobrar así, también, el relieve esclarecedor de su propia realización.
(Publicado originalmente en el número de noviembre de 2009 de Panfleto Calidoscopio)