Entre mujeres solas (I)

Por Laia López Manrique

(I)

¿Dónde se retraen la adolescencia, sus muecas encriptadas, su torpe manoteo de gigante? Tal vez todo quede reducido a esto: la voluntad de ser dos con la piel desnuda. Dos en las calles, resiguiendo sus meandros. Aún no hay duelo, porque la mirada rompe todos los cierres. Hay una pregunta compuesta que late en las voces que nos llaman. ¿Son las nuestras? Aún no las reconozoco. Lo que sé con certeza es que hay un nombre, el mío. Empieza a contonearse ante el mundo. Tú aún no eres. Ya vendrás. Te observo de reojo. Tienes un nudo donde otros querrían ver la inocencia. Sabes que no existe. Tu cuerpo destensa el nudo, y debajo queda un hueco donde inscribir los pasos. Sostienes entre los muslos la amistad y sus declinaciones perversas. Anuncias en tu frente el deseo de los años por venir.

(II)

Enciendes un cigarro a través de mis manos y tu cuerpo queda expuesto a la fisura. Comprendes entonces que eso es estar sola: rozar una piel y esperar que el calor desaparezca. Querer sentir el frío otra vez para convocar el recuerdo, como quien canta una obscena letanía.

(III)

Donde ya no hay memoria solo queda un dibujo inexacto del futuro. Sabes que las promesas nunca se cumplen, que cuando por fin te atrevas a seguir la línea de puntos la figura trazada será otra. Pero los bares están para beber y hacer esbozos, sentirte metafórica y sedienta, creer que crece la hierba en tu espalda como en un jardín difuso. Y engañarte pensando que en el cuero de su asiento hubo un reducto donde el amor fue posible.

Poesía en «Los diablos azules» de Madrid

De cuerpo ausente, los poetas:

Alba González Sanz

Sofía Castañón

Ana Vidal-Egea

Jordi Corominas i Julián

Álex Chico Morales

Juan Salido-Vico

Laia López Manrique

El lugar: Bar literario «Los diablos azules»

(C/Apodaca, nº 6, Madrid)

La noche: la del viernes 28 de mayo de 2010.

La temperatura: troppo calda.

Mujeres en tiempos de oscuridad, II: Sharon Olds. Pactar con el diablo.

Por Laia López Manrique



1. La identidad falsable de la poeta
Sharon Olds (San Francisco, 1942) escribió su primera obra a una edad tardía, en 1980, es decir, cuando contaba con 38 años. Según explica la propia autora, tras recibir su doctorado en Literatura Americana con una tesis sobre Ralph Waldo Emerson en la Universidad de Columbia, decidió cerrar un trato con Satán por el cual renunciaría a todo lo que allí había aprendido a cambio de poder escribir poemas verdaderamente propios. El resultado de esta curiosa acción fue el controvertido poemario Satan says, que es la obra que tendremos en cuenta en este artículo como modo de introducirnos en su peculiar universo poético.
Lo cierto es que, de resultas o no de ese pacto satánico, desde 1980 y hasta el momento actual Sharon Olds ha escrito una decena de volúmenes de poesía más, ha obtenido numerosos premios literarios (el San Francisco Poetry Center Award en su primera edición,el Lamont Poetry Prize, the National Book Critics Circle award, y el TS Eliot Prize), ha sido antologada en diversas ocasiones y fue poeta laureada del estado de Nueva York desde el año 1998 hasta el 2000. Aunque todo esto es, con toda seguridad, lo que menos importa cuando nos referimos a la producción lírica de cualquier autor.

Algunos de los motivos más destacables de la poesía de Olds (y, en concreto, de Satan says) son el marco crítico de las relaciones familiares, el sexo, la figura del padre, la maternidad, la condición de las mujeres y las desigualdades sociales, motivos que la emparentan con los llamados “poetas confesionales”, como Robert Lowell, Anne Sexton o Sylvia Plath, con cuyas obras sin duda se pueden trazar muchas líneas de correspondencia. No obstante, en una entrevista, ante la cuestión concreta de su filiación poética, Olds manifiesta su rechazo ante el término “confesión” y describe su poesía como “aparentemente personal”. El adjetivo “aparente” unido a “personal” tiene que ver con la conciencia de la imposibilidad de trazar la frontera exacta entre la identidad biográfica en cuanto tal y su construcción literaria, expresiones a menudo redundantes, así como entre la identidad individual y la experiencia compartida. De este modo, aunque la poesía de Olds está siempre vinculada a episodios o, a veces, a estadios sucesivos de su propia vida, marca una distancia con el término “confesión” en la medida en que no es una apertura o examen de la subjetividad ni un desprendimiento de ella lo que pretende con su escritura. La poesía de Olds parece tener una intención distinta, una intención expansiva, desmitificadora, purulenta. Su grado de violencia es proporcional a su capacidad para nombrar aquello que el pudor (y es innegable que existe también un pudor poético) convierte en indecible. Sharon Olds es practicante de una impiedad sonora e intemperada, que ha llevado a algunos a acusarla de escribir poesía “pornográfica”. Pero no es a ello a lo que apuntan los versos de Olds, sino más bien a la desnudez casi amoral de la vivencia, el lugar donde lo que existe propiamente es el cuerpo, la materia y sus engranajes a menudo perversos: los que determinan la relación con los otros.

2. El poema como superficie altamente inflamable
Traducir el cuerpo al lenguaje no es empresa fácil, y desde luego no es lo mismo que traducir el lenguaje del cuerpo. Reunir el cuerpo a través de los vasos rotos del lenguaje es escribir un poema. Los poemas propios que Sharon Olds quería escribir la conducen a hablar desde ese lugar incierto, el más frágil a la vez que el más fuerte, el más pesado: el del cuerpo. Olds desliza sus versos a través de un cuerpo deseante, poblado y despoblado de líquidos, mucosas, sangre, sudor, heces: un cuerpo que se afirma a sí mismo en su solitaria precariedad a través de las etapas y variaciones a los que la vida lo somete, o más bien, a los que él mismo somete a la vida.

Pero el cuerpo es relieve que se forma en contacto con los otros, y la primera relación extrínseca del cuerpo es su relación con el universo de la familia. En Satan says, la condición de hija es la primera de una serie de gradas cronológicas, un punto crucial en la vida de la poeta (y, en realidad, de cualquier mujer) que marca su estancia y su desplazamiento en el tiempo. En esa parte cristalizan los hilos que comunican la experiencia individual con otra, si no universal, sí aplicable a un extracto más general: el “mundo de las hijas”. Un mundo que, lejos de ser complaciente, es refinadamente cruel, abruptamente incendiario cuando es llamado a ello. Esto puede verse de manera amplificada en el poema Photographs courtesy of the fall river historical society, en que Sharon Olds se detiene en la descripción del escenario de de un doble asesinato, el del padre y la madrastra de la célebre Lizzie Borden, quien fue la principal sospechosa de su muerte a hachazos en el año 1892, y cuya culpabilidad no pudo ser probada. El poema concluye con una terrible sentencia de resonancia criminalística: “But as yu look at the pictures, the long / cracks between the sections of his face, / the back of her skull uneven as some / internal organ, the conviction is flat. / Only a daughter could have done that”. “Sólo una hija podría haberlo hecho”: la brutalidad, la sangre fría o caliente, la afinación en el trazo del crimen, son casi coincidentes con la mirada que sobre la escena lanza una despiadada y certera Olds.
La vida de las in-felices familias norteamericanas ya había sido puesta en entredicho por buena parte de la poesía anterior a Olds, y, sin embargo, en esta autora encuentra un espacio de desafío que va más allá del realce de las contradicciones de la existencia femenina en un ámbito patriarcal que la niega o la restringe. En la poesía de Olds no hay la angustia de la hija amputada que remata al padre que encontramos, por ejemplo, en el Daddy de Plath, sino una rebelión incestuosa, un aire de rechazo contra el espectro del orden familiar que es, también, el reflejo de una forma difícil de concebir el amor. Y la sublevación se propaga, sobre todo, como una sublevación lingüística, que se manifiesta ya en el primer poema de Satan says; en él, como en mitad de un mal sueño, el diablo da permiso a una Sharon niña para insultar a los padres, para decir todo aquello que había de ser callado a la fuerza. Olds rescata lo que no puede ser dicho y le da una fuerza estructuradora a lo largo de todo el libro; de esta forma, de la exploración de las relaciones de poder dentro de la familia, la comparación de los padres con hoscos generales, la erotización de sus cuerpos y en especial del cuerpo del padre alcohólico y lejano y el conflicto en crudo que supone la expresión del deseo sexual por él, emergen tal vez sus mejores poemas.


En el límite entre la condición de hija y la de mujer están las primeras experiencias eróticas ajenas al terreno familiar, aunque perseguidas por el fantasma problemático, a la par que inusitadamente celebrado, del incesto. Es sorprendente cómo describe la autora la pérdida de la virginidad en el poema First night, en que la sangre segregada en la relación sexual queda como impronta de fantásticas migraciones internas. Con cuidadoso detalle, Olds reseña el éxodo de los extraños habitantes que habían ocupado su cuerpo hasta entonces. La sangre que se va secando durante esa primera noche da lugar, en el día, a un nuevo nacimiento: “and like a newborn animal about to be imprinted / I opened my eyes and saw your face”.
El cuerpo cobra, asimismo, a través de la experiencia de la maternidad, un cariz casi heroico en la tercera parte del libro: así, en The language of brag, haber parido es algo de lo que la poeta se jacta. Es una experiencia común a las otras mujeres, y no un acto extraordinario y singular, lo que inscribe la excepcionalidad del propio cuerpo en el mundo. La acción centrífuga y esforzada del parto pone en movimiento un nuevo lenguaje: en el poema, Olds lo contrapone irónicamente a la búsqueda de la épica de la vida americana de Walt Whitman y Allen Ginsberg. Antes de la poesía, antes del canto, el panegírico aguado de lo corpóreo se abre paso en Olds. La maternidad, por otro lado, implica siempre una forma de amor atento, un modo de estar en el mundo sin amparo para amparar a otros, que da lugar a una expresión poética quizás no tan encarnizada, aunque no menos polémica. En el poema The unborn, por ejemplo, Olds se interroga acerca de los hijos no nacidos, y las imágenes que emplea son cristalinas e hirientes. En la serie titulada Young mothers, dibuja el margen inarmónico de la maternidad, a través de poemas narrativos protagonizados por madres jóvenes que exponen sin concesiones el lado truculento del deseo de la vuelta atrás, antes de esa línea divisoria, aun a costa, a veces, de la muerte de los propios hijos.

Porque no hay, en realidad, nada idealizado en la poesía de Olds, y, si lo hay, siempre amenaza con mostrar su lado negativo, contradictorio. Ni siquiera el cuerpo como punto de partida es concebido como un lugar sagrado, sino como un recinto irónico en el sentido literal del término: da a entender lo contrario de lo que expresa, se ubica como centro de gravedad en el mundo y a la vez es distante, vulnerable, paradójico. Sostiene la experiencia y puede también negarla, pues la pura fisicidad del cuerpo es la única realidad que, en última instancia, puede afirmarse de él, y ésta carece siempre de connotaciones y de reglas morales.

3. La poesía como ejercicio de taxidermia
La poesía antiidealizada de Olds se configura a partir de la huida de la elevación del registro lírico, en el encuentro con un lenguaje claro, directo, sin ornato. Utiliza un tono descarnado, exento de artificiosidad; se trata de una poesía desnuda, que desgrana la experiencia, la subvierte, la hace palpitar ante el lector con muy escasos matices compasivos. Olds escapa de lo sentimental como de una pandemia; sus poemas son como pequeños alfileres oxidados que, al entrar en contacto con la piel, la hacen saltar y la contaminan. En sus poemas, la narración y la descripción de escenas se aúnan al empuje expresivo de las metáforas y comparaciones, abundantes y detonadoras del efecto poético. En gran medida, las comparaciones disparan la trascendencia de unos textos que, de suyo, se empeñan en capturar instantáneas de la vida familiar.
En Satan Says, así como en otros de sus libros, el poema es la medición de un instante en que todo se tensa: en cada uno de ellos se percibe la voluntad de embalsamar, de retener en una imagen fija lo que en caso contrario escaparía al control del significado y que, al ser atrapado en el texto, escupe reverberaciones, símiles, semejanzas. Juan José Almagro Iglesias, traductor al castellano del libro de Olds The dead and the living (1983), define el itinerario que describe toda la obra de la autora como una “poética del ámbar”, la resina fósil que inmoviliza y encierra, al escurrirse sobre la corteza de los árboles, partículas de vida vegetal y animal. Del mismo modo actúa Sharon Olds con los retazos de vida que apresa en sus poemas: los detiene, les ofrece una proporción a menudo perturbadora. En algunos puntos, no obstante, la dureza tanto del lenguaje como de la visión que transmite hace que se pueda hablar, más que de fosilizaciones en ámbar, de auténticas operaciones de taxidermia: el arte de disecar cuerpos muertos para que cobren la apariencia de vivos. Sobre todo en la mirada hacia ciertos momentos del pasado, Olds consigue causar en el lector una fuerte impresión de simultaneidad narrativa; los cuadros que pinta son tan vívidos que casi parecen respirar al compás de la lectura. La dentellada lírica es lo que pespuntea el poema, lo que le dota de un vuelo más allá de lo descriptivo, lo que, en fin, lo libera de su condición de inofensivo y lo vuelve dañino, reflexivo o mordaz, según el caso.

4. Rutas posibles por la poesía de Sharon Olds

Libros traducidos al castellano:
Satán dice (edición bilingüe), traducción y prólogo de Rosa Lentini y Ricardo Cano Gaviria, Tarragona, Igitur, 2001.

El padre (edición bilingüe), traducción y prólogo de Mori Ponsowy , Madrid, Bartleby Editores, 2004.

Los muertos y los vivos (edición bilingüe), traducción y prólogo de J.J. Almagro Iglesias y Carlos Jiménez Arribas, Madrid, Bartleby Editores, 2006.

Revistas literarias:
DERUSHA, Will, Sharon Olds. Un arte de la desnudez, en Dossier: cinco mujeres poetas de USA, Quimera, Revista de Literatura, octubre de 1999, núm. 184, p.45-50.

Internet:
Multimedia Companion to Anthology of Modern American Poetry
(Oxford University Press, 2000). Edited by Cary Nelson:
http://www.english.illinois.edu/maps/poets/m_r/olds/olds.htm

(Artículo aparecido originalmente en el número 39, de mayo de 2010, de la revista Calidoscopio)

Fragmentos de una lectura poética: mutaciones animales

Por Laia López Manrique

Algunas huellas de la lectura de poemas que tuvo lugar el pasado viernes 30 de abril en el Inusual Project (Barcelona) han quedado o quedarán en la página del Canal L y en los blogs de los poetas Juan Salido-Vico, Álex Chico , Iván Humanes y Jordi Corominas i Julián.

Gracias a Ernesto Escobar por la realización y edición del vídeo «Poetas Delaonion», que puede verse online en la web del Canal L, junto con muchos interesantes reportajes y paseos por la actualidad literaria.

Dejo aquí, a modo de pisada inoportuna, una serie poética que leí el viernes y que lleva por título MUTACIONES ANIMALES.

MUTACIONES ANIMALES

(i)

Hace años mi mano derecha

era la mano de una niña rala,

de una joven que encendía todas las luces

de su casa oscura.

La mano que antes se hundía en otros cuerpos,

la que aguantaba la página del libro para no perderla,

la que saqueaba bastiones y destrozaba fetiches,

la que sostenía mi desgana,

la que trenzaba disonancias,

la que se aferraba a asideros rompedizos,

se arquea ahora ante mis ojos,

se agita en pos de su reflejo prensil

y me muestra

en su reverso

el esbozo

de una garra.

(ii)

Mi cuerpo repta y se empuja entre las rocas

con la respiración fangosa de un limaco.

Abro surcos en el aire y en el suelo.

Ya no tengo sangre ni destino.

Seré aplastada o me esconderé en la hierba

húmeda de los primeros días de invierno.

Seré carne de la carne que se contrae y aflora

sin medir deseos ni sondear alturas,

sin reclamar permanencias,

delineante de un trazo que la lluvia diluye,

que los otros olvidan.

(iii)

De niña un día soñé que era serpiente

y escarbaba la tierra hasta encontrar

un espejo de agua

que no reflejaba una serpiente

sino una niña.

(iv)

He alcanzado la forma inerme de un latido.

A nada externo debo ya temer.

Ni al viento, ni a la caza, ni a las águilas,

ni al hambre ni a las rudas estampidas.

Soy un pálpito macizo que golpea el tiempo,

un sonido mortal que nadie escucha.

Mi única pasión es el trasiego

y en torno a él bato las alas furiosamente,

como un animal

en imposible guerra con los de su casta.

Nueve de la mañana en la Travessera de Gràcia

Por Laia López Manrique


Los viejos madrugan.

Yo también madrugo.

Desguazo una novela

y aspiro el aire caliente

de una taza.

Yo pienso en la posibilidad,

por otro lado nada despreciable,

de tener una vida.

Dejar de escribir, tal vez,

dormir sin tregua en la noche.

Descorrer las cortinas

y asentir ciegamente

a la luz furiosa de la mañana,

a las mujeres que compran el pan en racimo,

a los niños que trotan en la calle

en dirección a la escuela.

Tener una vida a buen recaudo,

como una moneda en el bolsillo,

una pieza de anticuario bruñida

en un estante.

Caminar con la marea,

acariciar al perro,

dejar que caigan las pestañas anuentes

encima de la almohada.

Hablar con los otros del tiempo,

mirar sus rostros sin pensar en los ciclos,

en la aceleración de las partículas,

en los ecos de calavera que asoman tras la carne.

Tener una vida como un claustro,

un ritmo, un caudal, una verdad

a la que aferrarse antes de cerrar los ojos

como un leño sin mirada

cuando el día termina.

 

Mujeres en tiempos de oscuridad: Katherine Mansfield


Por Laia López Manrique


Katherine Mansfield (Nueva Zelanda, 1888 – Fontainebleau, 1923), dueña de lo que Virginia Woolf calificó como “una inteligencia terriblemente sensible” fue, junto con James Joyce, artífice del nacimiento del cuento moderno en lengua inglesa en los primeros años del siglo XX, en un momento de la historia de la literatura británica en que el género todavía no poseía un valor estético reconocido y no contaba con el respaldo de la crítica. Mansfield, en relación tensa pero constante con los autores del llamado círculo de Bloomsbury, escribió sus cuentos breves en consonancia con las transformaciones operadas en el género del cuento por el escritor ruso Anton Chéjov, en la dirección de la minimización de la peripecia y de la intriga como sostenes del relato, a favor de un punto de vista que ahonda en los estados de ánimo de los personajes y en la exploración de una situación específica, de un retazo de la vida cotidiana. La aprehensión de la realidad en el texto narrativo partir del punto de vista particular de un sujeto, de su localización en el espacio y en el tiempo y de la singularidad intransferible de un estado de conciencia no parece algo novedoso para nosotros, acostumbrados a la lectura de textos que se apoyan en esos ejes, pero debemos recordar que en la época en que Katherine Mansfield escribió, las técnicas de las vanguardias literarias del llamado Modernism, del que ella sería una de las grandes exponentes en el nivel del relato, fueron absolutamente revolucionarias.

Katherine Mansfield vio publicados buena parte de sus relatos en revistas periódicas y recopilados en forma de libros (In a German Pension, en 1911, Bliss and Other Stories, en 1920, The Garden Party and Other Stories, en 1923, además del relato Prelude, publicado por la Hogarth Press de Leonard y Virginia Woolf en 1917), obteniendo un éxito ascendente en el último período de su vida, pero ha sido en buena medida una autora de fama póstuma, a pesar de haber dedicado su existencia en pleno a la escritura. Y póstuma en muchos sentidos, no todos beneficiosos para la difusión y el reconocimiento debido de su obra. La recepción de la obra de Mansfield ha sido problemática, malversada por ciertos abusos críticos y por la proyección de una imagen de la escritora que poco tiene que ver con una lectura cuidadosa de su obra de creación. En el caso de Mansfield, como en tantos otros casos, el individuo y su historia personal, su leyenda, han engullido en gran medida a la autora, y su obra ha sido leída con los prejuicios propios de la crítica biográfica o, peor aún, de la malograda condescendencia con la condición femenina y su transgresión. La existencia rebelde de Mansfield, nutrida de experiencias diversas, de viajes y de afán de conocimiento, la huella que dejó en ella y en su escritura el fallecimiento de su hermano, la pulsación de la enfermedad crónica que le causó la muerte a los 34 años, su controvertido amor por la vida, o la imagen depurada y sencilla de la mujer que John Middleton Murry, su marido y albacea literario, quiso transmitir de ella en la introducción a sus diarios, han sido probablemente más conocidos que sus textos. Parece curioso que la crítica biográfica no se haya detenido en una afirmación crucial de la autora, quien a muy corta edad escribiría: “Tengo 18 años y principios tan livianos como MI PROSA”.
Porque Katherine Mansfield es autora de una prosa de altura, diáfana, desapegada y leve como su rostro en los retratos, una prosa que interpela y seduce al lector con fijeza y cuyas líneas de sombra quedan sugeridas en virtud de su propio movimiento. Al contrario que las imágenes que dan testimonio de la vida de la escritora, en que su rostro queda a menudo ligera y apaciblemente desenfocado, su escritura destaca por la afinación en el trazo y el encuadre de los personajes y escenas que deambulan por sus cuentos. La observación atenta de Mansfield se concentra y persigue a los cuerpos asediados por residuos de penumbra, da luz sobre fragmentos de paisajes cotidianos que refulgen, devastados en lo más íntimo por deseos que no se cumplieron, que no se cumplen o no se cumplirán. Además de en la pintura de personajes, Mansfield muestra una gran maestría en la exploración de situaciones de la vida común que son, a su vez, anómalas, en la captación de las sensaciones que las inundan. En ellas filtra una mirada que se desliza por los recovecos y márgenes que quedan, enredados entre sí, más allá de lo expuesto, del orden de los hechos, que suelen ocultar un aspecto trágico bajo su máscara mundana.

La sutileza en los detalles, la agilidad en el ritmo narrativo, el punteo de un cierto lirismo descriptivo y de una ligera ironía, que no roza todavía el sarcasmo, contribuyen en los cuentos de Katherine Mansfield a la creación de atmósferas únicas. Las pequeñas garras del lenguaje dictan marcos y sentencias para la construcción de unos relatos muy precisos, condensados, como pequeñas cajas que abren al lector un universo comprimido del que escapan sonidos y colores, percepciones, restos del habla, presagios, testimonios. Muy lejos y a la vez muy cerca de la idea de la epifanía, que constituye el puntal de las historias incluidas en los Dubliners de James Joyce (1914), queda el tejido del que se componen los cuentos de Katherine Mansfield. Pues en algunos de ellos, la epifanía o manifestación de una verdad oculta que reordena y arroja luz sobre los acontecimientos no se produce necesariamente como punto de inflexión del cuento, sino que más bien impregna de manera intuitiva el relato desde el primer párrafo, recalando en el tono y en el planteamiento de la situación narrada. Así ocurre, por ejemplo, en el cuento Revelations, cuyo significativo título ya nos conduce hacia una dirección muy concreta; en él, nos asomamos a la vida de Mónica Tyrell, una mujer bien situada que padece de los nervios, en un día apocalíptico, horriblemente ventoso. La señora Tyrell percibe, desde el principio, indicios que la desequilibran pese a no comprenderlos, y que abocan su jornada hacia la catástrofe de manera irreversible. Atacada por la realidad, la hiperestésica señora Tyrell se niega a asumir el caos que presiente a su alrededor y, a la vez, desea saber qué secreto entraña. Y la respuesta cae, mansa como una cucharada de sopa hirviendo: una niña ha muerto. La señora Tyrell presencia el peso del dolor del padre y escapa corriendo, tan agitada y furiosa como el ritmo del relato. El orden se ha roto. La revelación, lo que ya se sabía, más allá de descubrirse, se ha confirmado.
En su mayoría, los cuentos de Mansfield, ya transcurra su acción en Nueva Zelanda, Alemania, Inglaterra o Francia, lugares que la autora frecuentó a lo largo de su corta vida, son cuentos de personajes solitarios que aspiran a algo que no obtienen: a la imposible comunicación con los otros, o tal vez consigo mismos. Personajes que dialogan, pero que no logran cimentar entre ellos el entendimiento a través del lenguaje. Más allá de lo dicho, queda la frágil llama de lo deseado; más allá de la voz queda el sentido, como muestra el cuento Psychology, donde se expone la visita que un novelista hace a su amiga dramaturga y la charla torpe que mantienen, en estrecha vigilancia el uno hacia el otro en orden a controlar su atracción, y que culmina con apreciaciones estériles acerca del futuro de la novela. El narrador se mueve en el cuento con diligencia entre los dos polos de la relación, entre las dos perspectivas, entre las palabras externas e interiores de los dos personajes, que lejos de complementarse podríamos decir que se superponen. El desastre queda soterrado en los temblores y pensamientos de ambos, en lo que se resisten a decir y que irónicamente es sugerido a los lectores por obra del narrador. El cuento es un alarde de habilidad técnica en la observación y acercamiento a la conducta de unos seres que se pretenden fuertes pero en realidad son muy débiles, y que escudan en sus vidas de artista su ineptitud y fracaso en las relaciones personales.
La ambivalencia y la capacidad de observar todos los rostros de la realidad y trasladarlos a la desemejante palabra de la literatura hicieron de Katherine Mansfield una gran escritora, en cuya obra se recoge y perfecciona la deriva formal de la narración breve contemporánea. Ya en su juventud Mansfield intuyó el impulso primordial de la escritura, el que lleva a desear la fusión con otros cuerpos y otras vidas, ante la insuficiencia del propio yo, a través de la ventriloquía de la ficción. Ella misma expresó su deseo con estas palabras: “Would you not like to try all sorts of lives –one is so very small– but that is the satisfaction of writing -one can impersonate so many people.” La lectura de sus cuentos nos brinda la ocasión de comprobar cómo se realiza tan titánica tarea.

*Bibliografía de Katherine Mansfield en castellano:

Cuentos completos, Alba Editorial, Barcelona, 1999.
Relatos breves, Ediciones Cátedra, Madrid, 2000.
La fiesta en el jardín, RBA Libros, Barcelona, 2009.
Diario, Lumen, Barcelona, 2008.

(Publicado originalmente en el número de febrero de 2010 de Panfleto Calidoscopio)

De la experiencia del dolor como límite de la literatura

Por Laia López Manrique

Cesare Pavese detiene la escritura de su diario, Il mestiere di vivere, el día 18 de agosto de 1950. Escribe, en concreto: «No palabras. Un gesto. No escribiré más».Habla, pues, de poner fin a la escritura a través de un gesto: el del suicidio. El gesto, en cuanto acontecimiento que se resuelve en lo inmediato, va a ser lo que se contraponga a la escritura como experiencia de suspensión de lo temporal. El gesto es lo que puede recolocar el orden práctico, restaurar la potestad de lo real en contra de las reservas de lo humano; es esa interrupción de la mano que ya no quiere dar «poesía a los hombres», es la renuncia a la exigencia de escribir que viene mediada por una experiencia, la del sufrimiento, que opera como escolio más allá del cual la escritura ya no es posible.
La meditación pavesiana acerca de la experiencia del sufrimiento es amplia y abarca buena parte de las páginas de su diario. El sufrimiento es percibido por el escritor como una experiencia capaz de anular o suplantar al resto de experiencias. Como la escritura, que sucumbe al deseo de borrar las demarcaciones del tiempo externo, el dolor es duración pura, intensidad sin perspectiva de cierre: «vive en el tiempo, es lo mismo que el tiempo», es decir, constituye una forma distinta de experimentar la temporalidad: una temporalidad sin sucesos, sin huellas, sin gestos. El dolor es otra cáscara en la que la realidad natural se envuelve; es fiero y no tiene, por sí mismo, sentido alguno. Sólo la capacidad moral puede «darle al propio sufrimiento un significado»,esto es, convertirlo en algo inteligible, susceptible de ser pensado y valorado. Porque el dolor no es una figura del lenguaje, sino una fuerza que queda lejos de su alcance y de la cual, sin embargo, es posible extraer poesía, aunque eso sea la consecuencia considerada por Pavese «más deficiente» de la aceptación del sufrimiento.

Pues la poesía ha de partir, necesariamente, de una posición de distancia irónica respecto de la abigarrada mezcolanza de los estados de ánimo. Lo dice Pavese en una entrada del 20 de abril de 1936: «Un poeta se complace en hundirse en un estado de ánimo y se lo disfruta, ésta es su huida de lo trágico. Pero un poeta no debería nunca olvidar que un estado de ánimo todavía no es nada para él, que lo que cuenta para él es la poesía futura. Este esfuerzo de frialdad utilitaria es su tragedia».Porque, si es posible sacar poesía del sufrimiento, esto no se hará sino a costa de pagar un precio muy alto. La tragedia de quien escribe a costa del dolor, separándose de él a través de la resbaladiza pátina del lenguaje, es revelar, a través de esa separación, que en el orden de los acontecimientos, ésta resulta fácticamente imposible. La antinomia es del todo irresoluble, puesto que el dolor mismo tiende a entumecer la vida, a disecarla, a irla negando progresivamente. La tragedia es, por tanto, el acto de dislocar lo que de suyo ya está torcido: a sabiendas de que el sufrimiento es estéril, de que no se puede sustituir por nada, puesto que él mismo es capaz de ahuecar cualquier otra cosa, regresar a él para escribir es una partida perdida, jugada casi a ciegas. Porque si la experiencia de la soledad es resorte de la escritura, el dolor no puede ser sino su límite cenagoso. Cuando el dolor alcanza el punto muerto más allá del cual nada es ya soportable, la renuncia a la escritura puede imponerse con la misma necesidad imperiosa con la que se produjo su venida. Pues la construcción de otra realidad por la literatura siempre ha de tropezar con el contorno irregular de un acaecer que es siempre más poderoso que la literatura misma. Lo dice el escritor mismo el 25 de octubre de 1938: mal que nos pese, «la fantasía humana es inmensamente más pobre que la realidad». Ahí es donde radica, justamente, el hecho trágico, que se cifra en la imposición de un destino, ajeno ya a lo literario, aunque la literatura haya sido el tránsito que lo haya sacado a la luz, exponiéndolo.


De este modo, el empleo de la distancia irónica respecto de los acontecimientos vitales, que están, verdaderamente, en pugna continua con la literatura, no garantiza, ni mucho menos, la impermeabilidad de quien escribe respecto de su potencia y de su alcance. El ejercicio de la literatura, del que hace profesión Pavese, y su imprescindible resonancia pública, no son suficientes ante la mirada del más severo juez con quien se enfrenta en el diario, que no es otro que Pavese mismo. Pues si lo que se escribe cristaliza como algo que escapa al empuje del tiempo de la vida, conformando un bloque sólido, marmóreo –que tendría que ver, a grandes rasgos, con la idea pavesiana del mito como reelaboración y fijación del recuerdo–, quien escribe también corre el riesgo de querer fijarse en la escritura, de satisfacerse en escribir para «estar como muerto, para hablar desde fuera del tiempo, para convertirte para todos en un recuerdo». Aquí asoma, una vez más, la relación problemática entre literatura y vida y sus peligros: hacer que equivalgan entre sí supone un acto de desmesura que, como en los textos trágicos, tendrá su contrapartida punitiva. O lo que es lo mismo: quien escribe no puede confundirse con lo escrito, ha de respetar el hiato que media entre el verbo escribir y la partícula reflexiva que le acompaña. La lección de técnica literaria que se ha de colegir de los acontecimientos de la vida no puede suponer al fin, a ojos del mismo Pavese, la reducción de la vida a la propia producción textual. En ello estriba la sensación de fracaso, la censura hacia sí mismo, que hace Pavese cuando se acusa de escribir para estar como muerto: lo que se escribe, como la obra, ha dejado de pertenecer a quien lo escribe una vez que es lanzado al mundo, eximido ya de las limitaciones que le dieron cuerpo y forma. Por ello, uno dejaría de pertenecerse a sí mismo si interpretara su propia vida confundida con lo que ha escrito. Si esto ocurre, la amenaza del extravío es máxima, y la amenaza de la insatisfacción, pujante. La escritura del diario mismo puede ser vista, en este sentido, como un conato de restauración de una relación del escritor consigo mismo, tal y como apunta Maurice Blanchot en El espacio literario, cuando ha presentido ya el riesgo de que su vida pueda quedar apresada o mimetizada con la obra que escribe. No obstante, el diario es también, y por encima de todo, escritura: por lo tanto, es mediación, es selección, es sentido e interpretación. No puede devolver a quien escribe en absoluto el contacto directo con la vida. Porque, además, ese pretendido contacto de tipo primigenio no parece posible: remite siempre a un pasado, el de la infancia, en el que la literatura ya estaba, de algún modo, presente, si pensamos que en la infancia la relación directa no se daba con las cosas, sino con sus signos, tomados ya como una realidad y no como una invención, tal y como recoge Pavese en una entrada de su diario correspondiente al 31 de agosto de 1942.

El doble envés con que hiere la relación dialéctica entre la vida y la literatura resulta, en este punto, inapelable, si se contempla desde esta perspectiva. Porque todo parece llevar a ese callejón sin salida que es la necesidad misma: la angustia se asienta, sobretodo, en el hecho de haber tenido que desprenderse del mundo, de haber necesitado la literatura, el mito, la fabulación, el relato, la poesía. De haber vivido, en suma, puesto que la construcción, la narración, los signos, nos persiguen desde la infancia y son los que otorgan medida y volumen a un mundo, de otro modo, inhabitable e ignoto. La circularidad del trayecto sólo puede saldarse, en este aspecto, con el abandono, que en el caso de Pavese redunda en el abandono de la obra acompañado por el abandono de la propia vida. El gesto sólo derrota al signo, en este caso, casi en el esbozo de una huida, como el cese de una experiencia del dolor que no puede ser ya, de otro modo, frenado. Pero el puro gesto, como sabía Pavese, también instaura la posibilidad del sentido, al hendirse en mitad de una vida tosca, capciosa, que puede cobrar así, también, el relieve esclarecedor de su propia realización.

(Publicado originalmente en el número de noviembre de 2009 de  Panfleto Calidoscopio)

Reseña de la novela El teatro de la memoria de Leonardo Sciascia, para Revista Literaturas

Por Laia López Manrique

El teatro de la memoria
(traducción: Juan Manuel Salmerón)
Leonardo Sciascia
Tusquets, 2009 

Escribió Carlos Fuentes en su novela La muerte de Artemio Cruz que “la memoria es el deseo satisfecho”. Esta frase bien podría enmarcar los distintos desvelos, asertos y tribulaciones de los personajes (reales) que construyen el teatro de la memoria que da título a la novela de Leonardo Sciascia (1921-1989), escrita en 1981 y editada por vez primera en España por la Editorial Tusquets en 2009. Pues para cada uno de los protagonistas del curiosísimo caso policial, acontecido en Italia bajo el régimen de Mussolini, que Sciascia sigue rigurosamente en este libro, la memoria es un constructo a medida, un canal por el que discurre el cauce a menudo irregular de los recuerdos, aderezados y enlazados según un arte combinatoria sin otra regla que el gusto y necesidad de cada cual.

El teatro de la memoria se basa en la crónica del conocido caso del “desmemoriado de Collegno”, expresión que se ha convertido en Italia en moneda común para referirse a las personas distraídas o descuidadas. Un hombre fue arrestado el 10 de marzo de 1926 por robar jarrones de bronce en el cementerio judío de la ciudad de Turín e ingresado, por presentar síntomas de violenta alienación y desconocimiento de su propia identidad, en el manicomio de Collegno. Una vez transcurridos unos meses de internamiento, el caso vio la luz pública a partir de la publicación de una fotografía del desmemoriado en La Domenica del Corriere, acompañada de la demanda expresa de su reconocimiento. El interno número 44.170 del manicomio fue identificado apasionadamente por la señora Giula Canella como su marido, Giulio Canella, profesor de Filosofía católico desaparecido en combate durante la Primera Guerra Mundial, a pesar de las dudas manifestadas por otras personas cercanas al profesor. Tras ello, el desmemoriado fue trasladado a la casa familiar de los adinerados Canella en Verona, hasta que unas cartas anónimas que contradecían la asignación primera de la identidad del hombre provocaron su arresto, tras cotejar sus huellas dactilares y hallarlas idénticas a las de Mario Bruneri, un tipógrafo turinés acusado de robo y estafa a gran y media escala en diversas ocasiones. A partir de aquí, se produjo una larga lucha legal por la identidad del desmemoriado por parte de ambas familias, hasta la sentencia definitiva de 1931 que lo identificaba, finalmente, como el impostor Mario Bruneri.

La novela de Sciascia reseña el proceso judicial y sus intersticios, citando a todos los implicados y sus distintas versiones de los hechos desde la distancia crítica del investigador que el autor siciliano nunca dejó de emplear en su actividad narrativa. Se articula a través de una escritura puntillosa, precisa y testimonial que se desprende siempre de los azogues de la subjetividad en aras de la aproximación a “la verdad”, sin dejar de señalar las paradojas que la constituyen, y convoca para ello documentos oficiales, cartas escritas por los protagonistas del caso, declaraciones, artículos e informes médicos, así como la revelación de ciertos intereses políticos del régimen fascista en el caso y la preocupación personal de Mussolini por el mismo, como elementos que aportan partículas de solidez al rompecabezas pantanoso de la historia.

De igual modo, cobra una importancia decisiva en la novela de Sciascia la alusión a lo que de literario mismo hubo en la elaboración del caso judicial: por un lado, aparece la inevitable referencia al drama de Luigi Pirandello directamente basado en el caso Bruneri-Canella y estrenado antes de la sentencia  definitiva de 1931, Come tu mi vuoi; por otro, la no menos interesante escritura de un libro de memorias de título proustiano, Alla ricerca di me stesso, firmado por Giulio Canella en el año 1930, con el que asistimos al ejercicio de la búsqueda, reapropiación y fabricación de los recuerdos de un desaparecido por parte del astuto sosias que se escuda en su nombre. No nos parece extraño, en este sentido, que Sciascia congregue a Jorge Luis Borges en dos ocasiones distintas en el libro, como tampoco lo es que, en el panorama de las letras hispánicas, haya sido precisamente Enrique Vila-Matas quien escribiera en el  año 1984 una novela inspirada también en el caso Canella-Bruneri, bajo el título de Impostura.

En definitiva, si bien no es posible considerar que El teatro de la memoria sea una de las obras mayores de Leonardo Sciascia, sí es altamente representativa de su quehacer literario, uno más de sus férreos paseos por el controvertido campo de la justicia, y sobre todo es la crónica de un caso fascinante y una reflexión atenta a los movimientos equívocos del recuerdo, con todas sus derivaciones y consecuencias posibles.

(Reseña aparecida originalmente en el número de enero-febrero de 2010 de la Revista Literaturas)

El hombre que quería ser Harry Dean Stanton, para Panfleto Calidoscopio

Por Laia López Manrique

Siempre quise ser un hombre perdido, un hombre roto. Alguien que una mala noche bascula su vida y entorna los ojos con una mueca atroz, desesperada. Alguien que sufre en la opacidad de su celda, que se irrita por la calle, que mide las líneas de sus manos con temor, que vuela y se oculta en nidos infectos a plena luz del día y se retuerce en la culpa por un pecado insalvable de juventud. Mi vida como una superficie altamente inflamable, cubierta de rasguños, de fisuras que se hunden en mí descubriendo mi dolor, dejándolo a la intemperie. Un hombre que deambula sin tregua y recorre medio mundo en busca de su ración de hambre. Alguien que se busca y busca en los otros el daño como quien investiga huellas dactilares en el hipotético lugar del crimen. Un cuerpo al agua, un prófugo, un caminante sucio y reactivo. Como Harry Dean Stanton en la primera escena de París, Texas, uno de mis posibles ideales. Sin duda, me gustaría habitar esa escena como una guarida para el futuro. Vestir la misma gorra roja, el traje abierto y manchado de polvo, la misma barba sobre la piel grasienta, la mirada caída suavemente hacia abajo, tropezando con dos huecos de carne porosa y hojaldrada. Ser ese hombre, ese mismo hombre que se equivocó una vez y ahora regresa, con paso audaz, a través de honduras, raíles, llanos, carreteras abrasadas por el sol, desiertos donde escasea la hierba y donde, cuando cae la lluvia, la tierra, en lugar de limpiarse, se ensucia y se reblandece.

Pero la mala suerte quiso que yo fuera un hombre feliz, innecesariamente feliz y sedentario. Como un perro adiestrado, no conozco otro camino que el que me lleva a casa. Jamás he transitado por lugar alguno, jamás he dejado que el eco abismal de mis propias zancadas me transporte a sitios desconocidos o peligrosos. Jamás me he equivocado, ni he alzado la voz a nadie, ni he bebido absenta en tabernas de mala fama, ni he desmenuzado el pasado con la hiriente precisión de un cirujano. No hay pasado que explorar en mí. Estoy cómodamente instalado en la vida, en mi céntrica casa poblada de libros, de comida caliente, de holgura a fin de mes, de discos de culto, figuras de cerámica y carátulas de películas antiguas. Solamente a través de la soledad me comunico con Harry Dean y su personaje desarraigado, y cada noche, a eso de las once y media, ensayo torpemente su pose ante unespejo pardo que me devuelve, con mofa, mi reflejo burgués y su insoportable y estática simetría.

(Aparecido originalmente en la sección Espacio Inventado de Calidoscopio Panfleto Cultural, especial En el camino, marzo-abril de 2009.)