Por Laia López Manrique

(I)
La vida es un circunloquio, a veces indeseado, que gira siempre sobre los mismos ejes en rotación continua. Lo alto y lo bajo, lo recto y lo curvo, lo claro y lo oscuro, lo seco y lo húmedo, el día y la noche. Entre manojos de experiencia que no se acomodan a categoría alguna, hemos rescatado los nombres de las cosas, los índices torcidos sobre los que nos ubicamos de un traspié, sin apenas notarlo. En la noche se extiende un dominio que creemos acéfalo, que queremos pensar que no tiene reglas más que en la indeterminación que la sustenta. Pero la noche también tiene sus propias reglas. Jugamos la partida a tientas, sabiéndonos desnudos, sabiéndonos conscientes de nuestra inconsciencia al avanzar por las casillas. Cada movimiento en la noche está marcado; pagamos en ella el precio insuficiente que nos pide la vigilia por mantenernos erguidos. Homo faber, homo erectus que tan serenamente se pervierte, creyendo confundirse con las sombras, con las sobras del día que se escapa, y que llama desorden al otro orden que instaura la noche con su tácita mirada de soslayo.
En la Teogonía, Hesíodo llama a la diosa Noche hija del Caos, y reseña su descendencia. De la Noche han nacido Moros, Ker y Tánatos (divinidades asociadas a distintos aspectos de la muerte), Hipno y la tribu de los Sueños, el Vituperio, el Lamento, las Hespérides, las Moiras y las Keres (diosas vengadoras), Némesis (que vela por el orgullo de los hombres, a fin de que no intenten parecerse a los dioses), Ternura, Vejez y Eris (la diosa de la discordia). De semejante linaje se derivan algunos de los rasgos que convencionalmente atribuimos a la noche, ese espacio que se define por ser indefinible, por ensancharse ilimitadamente, por oponerse al día y a su diáfana y pautada silueta.
La noche: el lugar de la metamorfosis, de la escisión, del vértigo; el margen del que se desprende lo posible, lo ignoto. Lugar del peligro y de la vivencia por antonomasia, aquella de la que no damos cuenta sino ante quien realmente nos importa, la que no cabe en un currículum y nos negaríamos a explicarle al vecino de al lado, el mismo que nos encuentra ojerosos y desvencijados en la puerta de la escalera de madrugada, buscando las llaves.
La noche: lodazal, subterfugio, embalse, asilo terrible, cajón de sastre donde caben los deseos de otros mundos, donde cabalgan a la par el insomnio y la bebida, los malos viajes, las riñas, las deflagraciones. Lugar donde reímos, dormimos y follamos y donde también, secretamente, deseamos morir.
(II)
Dice el refrán que por la noche, todos los gatos son pardos. Que lo amorfo encuentra en la noche su refugio lo muestra un breve texto de Sam Shepard, incluido en su libro Crónicas de motel. En él, un hombre va a visitar a su viejo amigo Bill a un apartamento de Nueva York. Tras una conversación anodina, la conversación de dos derrotados, entre tragos de Harvey’s Bristol Cream y caladas de Blue Trues, llega la noche y el narrador se instala en el sofá, dispuesto a dormir. Pero no encuentra el sueño, o, más bien, el sueño no le encuentra a él. En cambio, se aglutina en su mente una masa velada de sensaciones, recuerdos, deseos, sonidos inciertos que vienen de la calle y del pasado (como la magistral confusión, que enuncia el personaje, de «la respiración de una persona que estaba a mi lado con un incendio lejanoi»), y decide salir del piso mientras su amigo duerme. Se dirige a otra casa, la que compartía con una mujer de la que se separó. La encuentra en la cama, agarrotada, replegada sobre sí misma; le habla, pero de ella no sale ninguna frase inteligible. Apenas balbucea, como una niña; empieza a garabatear líneas en un papel, gime muy alto como un animal en receso. Cuando el narrador se aleja de ella, la mujer se incorpora repentinamente, le mira «sin dar la menor señal de tener conciencia de dónde había estado hacía muy poco tiempoi», hace una llamada, habla con normalidad. Nuevamente dueña de sí misma, ha roto la licencia que le dio la noche para regresar al estado anterior, enmarañado, titubeante de quien no gobierna en absoluto sus gestos ni sus acciones.
Porque la noche insiste en lo borroso y lo acentúa. La posición misma del narrador en el texto de Shepard lo deja ver: ajeno al control directo y explícito de las palabras, parece dejarse llevar por el fraseo terco de los hechos que se expresan por sí mismos, marcando el ritmo de la prosa como las agujas acuciantes de un reloj. El narrador se abandona a lo narrado, del mismo modo que la mujer se dejaba llevar por un impulso embrionario, sin rumbo. El narrador, como la sonámbula que aún no ha despertado, registra con su prosa retazos de un orden que todavía no encuentra un único sentido. Está extraviado, como ella, dejado de la mano del lenguaje, extrañado e impuro: escritura que se desliza en la noche y vuelve a ella, que se asombra ante cada cosa que retrata y hace que nosotros también nos asombremos. Porque el yo está ausente y ha perdido sus contornos más visibles, porque su fuerza estriba en la capacidad para lo híbrido, y, como en el refrán, nos enseña la virtud de ver el mundo mezclado, en perpetuo estado de semejanza.

(III)
Hay una película de Michelangelo Antonioni que se titula La notte, y exhibe el desmoronamiento de un matrimonio de clase alta, formado por Giovanni Pontano, escritor de cierta fama, y su mujer Lidia (papeles intepretados por Marcello Mastroianni y Jeanne Moreau) a lo largo de un lapso de tiempo que comprende un día completo. El foco de la película, no obstante, se concentra en la noche, como su título indica. Es entonces cuando cobra forma el desmembramiento de la pareja, que acude primero a un night club y después a la fiesta de un rico empresario, en una gran mansión a las afueras de Milán. En la fiesta se gesta el vacío, la incomunicación de la pareja que ni tan siquiera permanece junta, sino que se disgrega, se pierde, se atomiza. La fiesta, plagada de bon vivants y gente bien, la contempla el espectador como una suerte de prerrogativa tediosa que, no obstante, decide totalmente la acción del film: en ella aparecen Valentina (la magnética Monica Vitti), la joven hija del empresario, con quien Giovanni tiene un encuentro, y Roberto, un hombre tosco que seduce parcialmente a Lidia. La película incide en las escenas de desarticulación, de alejamiento, de desidia, mostrándonos a unos personajes angustiados que no parecen querer plantearse el motivo de su angustia. Pero es la noche la que despliega ampliamente su desencanto, la que formula preguntas y otorga respuestas, y la que hace que Lidia, la auténtica heroína, tome una determinación final. La noche (y la fiesta, como su epígono) aparece en la película como un gran teatro de gestualidades amañadas, falsas, que verdaderamente no comunican nada. Todo es mimético, todo está hueco, e incluso el sufrimiento tiene su disfraz. Es revelador en este aspecto el plano en que Lidia observa de espaldas, a través de un cristal, cómo su marido besa a Valentina. Parece como si la mirada misma, vertical y silenciosa, de la cámara sobre el personaje, y del personaje sobre la escena que está contemplando, borrara ya todo rastro de una emoción que, no obstante, se impone por sí misma. La mirada que no interpela a la cámara, la de Lidia, es, sin duda alguna, la mirada del tedio. Podemos imaginarla hastiada, sabedora de la vanidad que rodea al espectáculo al que asiste. Es como si la escena misma, y el personaje en ella, nos dijeran que todo estaba ya previsto, que ni siquiera un hecho como la infidelidad escapa al pronóstico.
Así, la fiesta, que teóricamente tiene como objeto socializar, se pinta en el film como un campo de escisiones, como un lugar en el que todos permanecen solos. Más allá de esa ingenuidad dionisíaca que supone la fusión de los cuerpos en un espacio único, distendido, está el verdadero rostro de lo lúdico, que implica que todo, dentro de su mismo marco, es un simple drama cuyos actos y desenlace estaban ya decididos de antemano. Es, en realidad, una perspectiva desoladora sobre la vida ociosa, de que tanto nos preciamos como recompensa a nuestro quehacer diario, la que nos ofrece Antonioni en La notte. Las primeras luces del día sellan la desunión definitiva; tras el paréntesis nocturno, algo ha quedado claro: Lidia ya no quiere a Giovanni, y así se lo hace saber al marcharse de la mansión. Él se aferra inútil, cobardemente a ella a través del sexo. Pero nosotros, espectadores, lo sabemos: todo se ha resuelto, y la noche ya ha cumplido su cometido.

(IV)
Verrà la morte e avrà i tuoi occhi es el último poemario de Cesare Pavese, escrito en 1950, el año en que se suicidó. El breve poemario estaba dedicado a Connie Dowling, la actriz norteamericana de la que el escritor se enamoró y que rechazó su propuesta de matrimonio, y fue encontrado en la habitación del Albergo Roma donde Pavese se quitó la vida. Toda la serie se estructura alrededor de una gama de imágenes y de comparaciones, despojadas, limpias y de gran carga simbólica, referentes a la figura de la amada, que la ponen en relación con lo sustancial, con los elementos esenciales, y a menudo opuestos, que componen el tránsito mundano, en el ejercicio pendular de una escritura que se agarra a la vida a la vez que la niega. La amada es comparada, simultáneamente, con la vida y la muerte, con la tierra, la raíz, la luz y la mañana, y también con la noche. Así, el poema The night you slept comienza con los versos «También la noche se te asemeja», donde la noche, identificada con la figura femenina, comprime todos los significados asociados a la desesperación de una vida que espera, a la vez, una redención posible, cifrada en la imagen del alba. Contra el «vicio absurdo», en palabras de Pavese, de mantenernos vivos, la noche/ el otro nos devuelven la promesa de una desaparición necesaria, y, al mismo tiempo, está en el otro también (y, por tanto, en la noche) la única salvación en que se puede confiar: la llegada del alba, el lugar del deseo, de la victoria sobre la angustia. Porque en un tiempo anterior el sujeto poético, a quien el poema se refiere apenas como a un “alguien” (borrados ya todos sus trazos de presencia, de identidad) fue también el alba, pero ha caído. La vida y la muerte son, ahora, propiedad y reducto únicamente del otro; nada pertenece ya al sujeto que enuncia, que se ve arrastrado por los signos que descifra en el otro, que se debate entre ellos, que oscila siempre. La noche apresa los contrarios, y el poema es una austera cadena de variaciones sobre la semejanza entre la noche y la amada, entre la amada y la vida y la muerte. Porque la noche, como la amada, es el gran oxímoron que desmorona y alienta a un tiempo, que puede salvarnos al tiempo que dispara la bala que nos aniquila. En el caso del poemario de Pavese, el peso final se desploma del lado de la muerte, que coincidirá, también, con la muerte real del poeta; como regurgita o anuncia la última estrofa del último poema de la serie, Last blues, to be read some day: «Alguien murió / hace mucho tiempo /alguien que intentó, / pero no supo».

(Aparecido en el número especial de verano de Calidoscopio Panfleto Cultural «Taxi-hotel», julio-agosto de 2009)